Parte 1.
Los inicios
Al principio fue la ilusión. Esa llama limpia que enciende el corazón de una persona altamente sensible (PAS) cuando comienza a trabajar en una gran empresa o en una institución pública. Cree que la pasión, la creatividad y los valores pueden ir de la mano del beneficio y del cambio social. Confía en que la autenticidad y la pasión también tienen lugar entre las cifras económicas, y que su aportación puede contribuir a transformar el mundo.
Y durante un tiempo, lo consigue. Escucha, crea, acompaña. Es de esas personas que traen humanidad a los equipos, que comprenden antes que juzgan, que buscan sentido más allá del objetivo.
Quizá lo sé porque también he pasado por ello: ser una persona altamente sensible en entornos donde la autenticidad se confunde con fragilidad.
Son empleados, sí, pero también tejido emocional: los que sostienen lo invisible. Por eso, cuando se apagan o se van, la organización también se empobrece y pierde un líder humano, una brújula ética, un motor de creatividad. Y lo hace sin saberlo, creyendo que “no era resistente”, aunque la realidad es que acaba de perder a uno de sus mayores activos: a alguien capaz de transformar el clima de trabajo, prever conflictos, inspirar confianza e iluminar con su presencia los espacios más difíciles.
La molesta alta sensibilidad
En los grandes entornos corporativos o en la administración pública, donde las emociones se disimulan y los resultados pesan más que las personas, la sensibilidad empieza a ser vista como un riesgo. Se las aparta con sutileza: “No gestiona bien sus emociones.” “Es demasiado intensa.” “Le cuesta la presión.” Sin saberlo, el sistema castiga justo lo que más necesita: humanidad.
La sensibilidad molesta porque refleja lo que muchos evitan mirar. La PAS no soporta la injusticia ni la incoherencia, y eso incomoda en culturas donde el silencio vale más que la verdad.
En el interior de la persona altamente sensible, hay una guerra sin tregua: ¿Cómo relacionar pasión, creatividad y valores con un modelo donde solo importa el beneficio inmediato o la obediencia jerárquica?, ¿Cómo prosperar entre quienes trepan, mienten o callan ante la humillación para sobrevivir? La PAS no entiende el juego político. No saben fingir indiferencia ante el dolor ajeno ni obedecer órdenes que contradicen su ética. Y mientras otros ascienden adaptándose al cinismo, él o ella se queda solo, percibido como “demasiado emocional”, “demasiado ético”, “demasiado todo”.
El terrible burnout y la salud
Cuando la mente calla, el cuerpo habla. Primero son noches en vela, nudos en el estómago, taquicardias leves e incluso serias. Luego llegan el cansancio, las contracturas, la fatiga mental, los diagnósticos vagos: ansiedad, estrés, disautonomía, depresión, etc.
No es solo estrés: es incongruencia sostenida en el tiempo. Es el cuerpo diciendo “no puedo seguir en un lugar donde el alma y la autenticidad no existen”.
Cada emoción contenida se convierte en inflamación, cada injusticia tragada en dolor físico. La sensibilidad se convierte en enfermedad a veces muy grave.
Y aparece muchas veces el terrible burnout, también llamado síndrome de desgaste profesional, y no llega de un día para otro: es un desgaste progresivo del sentido, un vaciado silencioso del propósito. Entonces, llega un día que la persona se encuentra sin ilusión, sin propósito ni identidad. Se da cuenta que ya lo ha dado todo, que ya no puede más. Y lo más triste es que muchos ni siquiera se dan cuenta de todo esto: siguen cumpliendo, funcionando, pero ya no viven. Por dentro, todo se ha roto y su cuerpo empieza a pedir auxilio. Es entonces, y solo entonces cuando el cuerpo te obliga a parar, cuando llega la comprensión y el entendimiento. La PAS, agotada, enferma y desilusionada, empieza a ver con claridad: no fue su sensibilidad el problema, sino el entorno que la negó.
“Lo sé por experiencia: el cuerpo y el alma terminan rompiéndose cuando no se puede ser uno mismo.”. Aprendí que la alta sensibilidad no enferma por sí misma, sino cuando se la reprime o se la desprecia. Esa comprensión cambió mi vida y mi manera de acompañar a otros y me dio un nuevo propósito de vida.
La resiliencia lúcida
La resiliencia no nace del esfuerzo, sino de la rendición lúcida. Se define como la capacidad de una persona para sobreponerse y recuperarse de la adversidad, el trauma o el estrés. No es una característica innata, sino un proceso que puede desarrollarse y que implica adaptarse positivamente a las dificultades.
Boris Cyrulnik, el psiquiatra que popularizó el concepto, la describió como “la habilidad de recuperarse y salir fortalecido de experiencias traumáticas”.
Cuando se entrena esta resiliencia, se aprende a poner límites, a priorizar la salud y a elegir entornos donde no haya que apagarse para pertenecer. Se comprende que la sensibilidad necesita cuidado, no corrección. Y desde ese lugar más sabio, la persona se reconstruye: más libre, más humana, menos dispuesta a negociar su salud y su alma.
Marcharse de la empresa o la entidad pública, no es un fracaso: es un acto de supervivencia emocional. Es elegir la vida antes que el sueldo, la coherencia antes que el miedo. Es cerrar una etapa donde se dejó demasiada salud y abrir otra donde, por fin, se puede respirar y volar.
Muchas PAS, tras ese proceso, crean su propio espacio: proyectos, gabinetes, talleres o fundaciones donde el trabajo vuelve a tener sentido. Encuentran espacios donde la sensibilidad no se esconde, sino que guía. Donde la salud y la creatividad vuelven a ser una misma cosa. Entonces y solo entonces comprenden, que no fue el lugar de trabajo lo que las enfermo, fue la imposibilidad de ser ellas mismas dentro de él.
La sensibilidad no es debilidad: es una forma avanzada de inteligencia humana.
Y cuando una organización pierde una PAS, pierde también su creatividad, su liderazgo y su alma.