Entre los principios y el interés nacional: medio siglo desde la retirada española del Sáhara Occidental

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Mensajes clave

  • La sociedad española muestra clara simpatía hacia la autodeterminación del Sáhara Occidental, sobre la base de una interpretación exigente del derecho internacional, el peso emocional significativo de la causa saharaui y la relación a veces complicada con Marruecos.
  • Ese posicionamiento empático se ha tenido que conjugar diplomáticamente, y en gran medida subordinar, con condicionantes de primer orden: la necesidad de mantener equilibrios y vínculos de importancia crucial en la vecindad sur, la realidad sobre el terreno y las posturas de otros importantes actores internacionales.
  • Tanto la retirada del territorio, en el momento final de la dictadura, como la conducta mantenida por España a partir del primer gobierno democrático en 1977 han tenido como guía el mal menor, considerando el entendimiento que se ha hecho en cada momento del interés nacional y de las limitadas capacidades para imponer un curso alternativo al conflicto.
  • El acercamiento a partir de 2022 a la solución que promueve Marruecos también se explica en esa misma lógica, evolucionada a luz de los desarrollos recientes y la clara prioridad que se otorga ahora a mantener una relación funcional Madrid-Rabat. El margen de agencia disponible podría reorientarse a apoyar un autogobierno efectivo para la antigua colonia.

Análisis

El 14 de noviembre de 1975 se firmó la Declaración de principios entre España, Marruecos y Mauritania sobre el Sáhara Occidental (Acuerdo de Madrid) que marcaba el fin de la administración española sobre el Sáhara Occidental y daba pie a la ocupación inmediata de la mayor parte del territorio por parte de Marruecos y, en su tercio sur, por Mauritania. Cuando se cumplen 50 años de aquel hito, es buen momento para reflexionar sobre la cuestión y sus desarrollos a lo largo de este tiempo. Además del interés intrínseco que tiene el conflicto desde distintos ángulos de las relaciones internacionales –incluyendo, entre otros, los procesos de descolonización, las tensiones regionales en el Magreb y la impotencia de las Naciones Unidas para resolver contenciosos–, constituye también un paradigmático estudio de caso sobre la difícil, cuando no imposible, conciliación entre la lógica de los valores y la del interés nacional que a veces se produce en la política exterior de una democracia; en este caso, la española.

En las páginas que siguen se adopta esta perspectiva y, tras un preámbulo general, se analizan los factores que han moldeado las principales decisiones de Madrid hacia el territorio en tres grandes momentos: el de la retirada (1975-1976), durante los 45 años de neutralidad sobre su estatus definitivo (1977-2022) y el del reciente acercamiento a la solución de autonomía postulada por Rabat.

España frente al conflicto saharaui: actitudes, intereses y condicionantes

¿Cuál es la postura española hacia el conflicto del Sáhara Occidental? Responder a la pregunta sobre qué piensa todo un país acerca de un asunto internacional controvertido aconseja primero distinguir varios niveles: las actitudes mayoritarias entre la población general, la visión dominante entre quienes tienen capacidad prescriptora (partidos políticos, organizaciones de la sociedad civil y referentes intelectuales), el parecer que impera en el aparato del Estado (diplomáticos, Fuerzas Armadas y otros altos funcionarios) y, por fin, la posición oficial del gobierno, que dirige la política exterior, sobre la confianza de una mayoría parlamentaria.

Los estudios de opinión disponibles coinciden en el alto interés que suscita el tema. Tres cuartas partes de la ciudadanía afirma tener visión propia, que se expresa prácticamente siempre a favor de la libre determinación. Entre las posibles opciones que hay dentro de ésta, una sólida mayoría se decanta por la independencia, con alguna oscilación a la baja en ese apoyo, pero también con hallazgos posteriores llamativos como preferir, en segundo lugar, que el territorio sea autónomo dentro de España antes que quedar bajo soberanía de Marruecos. La firme oposición a esta última alternativa no conoce, además, distinción de color político, aunque sí difieren las razones: mientras la izquierda lo hace por cercanía a la causa saharaui, la derecha muestra más bien distancia hacia la marroquí.

Ese claro apoyo se extiende a la sociedad civil organizada, a la academia y es también hegemónica entre las élites político-administrativas. Existe, en primer lugar, un sentimiento de compromiso histórico con la población del Sáhara y sus duras condiciones, que se viene plasmando durante este tiempo en forma de solidaridad ciudadana y cooperación oficial. Otro factor importante es el valor que España otorga al derecho internacional como guía deseable de política exterior, que en este caso no se plasma sólo en la conveniencia de aplicar una regla de ius cogens indefinidamente aplazada sino también en la inconveniencia de permitir que sea Marruecos, y no las Naciones Unidas, quién defina cómo se completa la descolonización en su ámbito cercano.

En contraste con ese sentimiento de país, difuso pero persistente, a favor del ejercicio de la autodeterminación, la conducta de los distintos gobiernos no se ha guiado durante este tiempo por una política de principios sino más bien por la definición que se ha ido haciendo de los intereses nacionales y la percepción de otros condicionantes externos.

La principal dimensión que explica las decisiones españolas en la práctica apunta a la protección de la integridad del territorio nacional. El Sáhara Occidental nunca se entendió como parte de la nación española y ni siquiera del Estado –a pesar de haber recibido, de forma tardía, el estatus administrativo de provincia–, pero sí ha resultado siempre decisiva la preocupación por las derivadas del conflicto hacia Ceuta, Melilla y las Islas Canarias. Por un lado, por el persistente irredentismo marroquí y, por el otro, por la promoción que hizo la Argelia postcolonial de la independencia canaria.

Vinculado a lo anterior, pero yendo más allá, España es consciente de la importancia de preservar la estabilidad en su vecino inmediato y de la conveniencia de evitar tanto actos internos turbulentos como el descarrilamiento de la relación bilateral. Eso lleva a preferir gestionar las acciones hacia Marruecos con un enfoque funcionalista y mediante fórmulas de compromiso diplomático, tratando de evitar la confrontación siempre que sea posible. La amistad con Argel es también importante, pero Rabat tiene una capacidad inmensamente mayor de condicionar cuestiones de seguridad, flujos migratorios y cooperación económica.

Un tercer elemento recurrente ha sido el escaso entusiasmo por el nacimiento de un nuevo Estado en el Magreb, frente a las costas canarias, extenso en superficie, poco poblado, de previsible institucionalidad débil, vulnerable a las amenazas que vienen del Sahel –en forma de extremismo yihadista, redes criminales e incluso influencia rusa– y dependiente en última instancia de Argelia. Es más, la frágil seguridad que vive el amplio norte de África incrementa el valor del factor de estabilidad que representa Marruecos para España.

Por último, y más allá de sus valores e intereses, España es consciente de su capacidad limitada de influencia en el devenir del contencioso a la luz de dos grandes determinantes externos: la evolución sobre el terreno y el contexto internacional de cada momento. Aunque el Frente Polisario demostró relativa fuerza en los años 70 y 80, forzando altos el fuego con Mauritania y Marruecos, es indudable que la realidad fáctica le resulta ahora cada vez más desfavorable.

El panorama regional también ha estrechado el margen de España, dada la rivalidad permanente entre los dos grandes países del Magreb. Las divisiones europeas –con París siempre inclinada a apoyar a Rabat– y la evolución de la política mundial tampoco han ayudado: primero, por la Guerra Fría y, en los últimos 20 años, por el retorno a unas relaciones internacionales más ásperas. Sólo en el breve periodo que va de 1989 a 2001, marcado por la hegemonía benevolente de Estados Unidos (EEUU) –país que siempre ha mantenido una amistad estratégica con Marruecos–, hubo cierta esperanza de lograr una solución equilibrada para las partes, que pudiera además haber conciliado principios e interés nacional de España.

El fin del Sáhara español: descolonización, Guerra Fría y agonía del franquismo

Cuando las potencias europeas se lanzaron al reparto de África e islas adyacentes a finales del siglo XIX, España estaba ya de vuelta de su historia imperial y sólo pudo participar en esa ocupación del continente de modo marginal y tardío, para tratar de preservar un mínimo estatus internacional. Más allá de los territorios que forman parte integral de España desde su misma fundación –Canarias, Melilla y Ceuta–, se desarrolló una modesta presencia en el norte de Marruecos, en el llamado África Occidental español y en el golfo de Guinea que respondía sobre todo a propósitos simbólicos.

El Sáhara Español se estableció formalmente en 1884, se delimitó en 1912 y fue declarado por las Naciones Unidas a principios de los 60 como “territorio no autónomo” pendiente de autodeterminarse. Sin embargo, Marruecos, que acababa de poner fin al protectorado de Francia y España en 1956, comenzó a reivindicarlo como parte de un audaz plan nacionalista de expansión territorial: el “Gran Marruecos”, que también incluía Mauritania y partes de Malí y Argelia. Se desencadena así una pugna regional marcada, sobre todo, por la fuerte rivalidad entre Rabat y Argel a partir de 1962.

Desde su posición central en el gobierno franquista, Luis Carrero Blanco se opuso frontalmente a que el Sáhara siguiera la suerte de Cabo Juby e Ifni –entregados a Marruecos en 1958 y 1969– argumentando que nunca había sido marroquí y alimentando la esperanza de que, definiéndolo como provincia española, el territorio pudiera evitar la descolonización. Era un plan condenado al fracaso que sólo sirvió para retrasar, y a la postre frustrar, la estatalidad; un proceso que, en cambio, sí había culminado con éxito para Guinea Ecuatorial en 1968.

El escenario se complicó en 1973 con la aparición del Frente Popular para la Liberación de Saguía el-Hamra y Río de Oro (Frente Polisario), que enseguida inició acciones violentas contra súbditos e intereses españoles en nombre de la independencia. Entre 1974 y 1975 murieron entre 10 y 15 militares[1] en enfrentamientos con el Frente Polisario y cientos de pescadores y trabajadores en las minas de fosfatos fueron asesinados o secuestrados. La escalada de esa insurgencia, unida a la presión de las Naciones Unidas para que se ejerciese la autodeterminación, llevó en 1974 a que Madrid decidiera conceder cierto grado de autonomía y anunciar un referéndum.

La diplomacia franquista concebía como escenario ideal aplicar de modo impecable el derecho internacional –lo que reportaría réditos en la presión simultánea a Londres para descolonizar Gibraltar–, impedir el ansia anexionista de Marruecos y crear un nuevo Estado hispanófilo. El ministro de Asuntos Exteriores, Pedro Cortina, le dijo a su colega estadounidense, Henry Kissinger, que los saharauis no querían vivir bajo autoridad marroquí y que Madrid no podía dejarlos a su suerte como si fueran una “piara de camellos”. Antes pues de que España fuese una democracia, estaban ya definidos los tres elementos de una política exterior de principios sobre el Sáhara que resultaba a priori coherente con los intereses nacionales.

Pronto se demostró que era un esbozo bien intencionado alejado del principio de realidad. La decisión de organizar la consulta abrió una agria crisis con Rabat, que reactivó sus reclamaciones históricas y llevó el caso ante el Tribunal Internacional de Justicia, lo que retrasó la celebración del referéndum, a petición de la propia Organización de las Naciones Unidas (ONU). En octubre de 1975, el tribunal reconoció ciertos vínculos jurídicos de lealtad remotos entre el sultán marroquí y algunas tribus de la zona, pero concluyó que éstos no implicaban soberanía y reafirmó el derecho del pueblo saharaui a decidir su futuro. Sin embargo, Hassan II interpretó sesgadamente el dictamen como un aval a sus aspiraciones e impulsó ese mismo mes la efectista Marcha Verde. Bajo apariencia de movilización civil, combinó presión política y despliegue militar en un momento de máxima debilidad española, para forzar una retirada que, pese a las reticencias de los diplomáticos, se negoció y produjo rápidamente.

El Acuerdo de Madrid, más allá de que jurídicamente no pudiera transferir la soberanía, suponía la entrega efectiva de la administración del territorio y su subsiguiente partición entre Marruecos y Mauritania. El texto incluía algunas compensaciones económicas para España en pesca y fosfatos. También había una cláusula incumplida –que recuerda la indirecta alusión huera de la Declaración Balfour a los palestinos– pidiendo respetar la opinión del pueblo saharaui y su asamblea tribal. El no reconocimiento del texto por parte de las Naciones Unidas lo redujo a arreglo provisional y ambiguo, que mantuvo a España como Potencia Administradora de iure, pese a la solicitud enviada el 26 de febrero de 1976 al secretario general de la ONU renunciando a serlo. Enseguida se desató un conflicto entre los nuevos ocupantes y el Frente Polisario, pero la suerte estaba echada.

Ese desenlace no puede entenderse sin atender a la delicada coyuntura española de entonces. En plena agonía del general Franco, el gobierno presidido por Carlos Arias Navarro era consciente de la imposibilidad política y militar de sostener un conflicto con un Marruecos agresivo, que estaba dispuesto a forzar la situación como había hecho hace poco con Argelia en la Guerra de las Arenas y antes, contra la misma España y Francia, en Ifni. Rabat lo había advertido, además, de forma explícita tanto a Madrid como a Washington.

Las Fuerzas Armadas, incluyendo al príncipe Juan Carlos, se oponían a embarcarse en una guerra sin horizonte de victoria y también pesaba el miedo, tanto en sectores reaccionarios como aperturistas, a que un conflicto colonial postrero llevase a una ruptura institucional semejante a la ocurrida en Portugal el año antes. La inauguración inminente del nuevo reinado, en un contexto interno muy difícil, aconsejaba desde luego evitar una confrontación militar y hacía inviable el uso de la fuerza ante la muchedumbre desarmada de la Marcha Verde. Tampoco podía esperarse apoyo popular interno, considerando que la atención estaba concentrada en la incertidumbre del fin del régimen, que el servicio militar era obligatorio y que las tropas españolas sufrían entonces ataques del Frente Polisario.

A todo ello se sumaba un contexto internacional que resultó muy adverso para la suerte del Sáhara. Aunque el Magreb no era un frente central de la Guerra Fría, Marruecos se benefició de la convergencia con EEUU y Francia, ambos interesados en mantener la influencia occidental. Washington priorizaba la estabilidad y los lazos con su aliado histórico norteafricano, mientras París buscaba preservar influencia en la región, especialmente a la luz de su enemistad con Argelia con la que acababa de perder una dolorosa guerra de independencia.

El bloque soviético, por su parte, adoptó una postura pasiva. Pese a la cercanía ideológica de Argelia al campo socialista, Moscú evitó un enfrentamiento directo con Rabat, en parte gracias a la habilidad diplomática marroquí. En diciembre de 1975, la mayoría de los países del Pacto de Varsovia se abstuvieron en las votaciones de las Naciones Unidas, reflejando una neutralidad que, de facto, favoreció los intereses de Marruecos.

Por lo demás, España no tenía incentivos ni base internacional para aguantar la presión. No pertenecía ni a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) ni a las Comunidades Europeas, estaba aislada diplomáticamente por las últimas ejecuciones del franquismo, la ONU le instaba a una descolonización que ya llegaba tarde y, como se acaba de decir, sus dos principales referentes de política exterior en África –con implicación personal del secretario de Estado estadounidense, Henry Kissinger, y del presidente francés, Giscard d’Estaing– querían evitar que el Sáhara se convirtiese en un nuevo Estado potencialmente frágil. Argelia, que sí apoyaba abiertamente la autodeterminación, era un actor muy poco fiable, como se demostró enseguida cuando se dispuso a alentar el independentismo en Canarias o proporcionar refugio y entrenamiento a miembros de ETA hasta los años 80.

Volviendo la vista atrás a esa constelación endiablada de factores es difícil afirmar que hubiera un curso de acción alternativo preferible al que finalmente se recorrió. Salvo contadas excepciones, se ha juzgado con demasiada dureza aquella retirada. Es verdad que nunca puede ser un episodio brillante haber incumplido una responsabilidad con la comunidad internacional y con una población, en teoría considerada compatriota, a la que no se fue capaz de guiar hasta la libre determinación. Pero, siendo imposible la celebración

Coordonnées
Ignacio Molina, Pablo del Amo.