Y otra primavera que ha tenido que marchar: Robe Iniesta
Por Javier Sánchez · Responsable de investigación cuantitativa en GAD3
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10 de diciembre de 2025
Una de las noticias del día en España es el fallecimiento de Roberto Iniesta Ojea, nuestro Robe, nuestro Extremoduro. Placentino de cuna, figura universal sin pretenderlo, nos deja huérfanos de su forma irreverente, cruda y profundamente honesta de narrar la vida en toda su complejidad.
Se ha escrito y hablado mucho, especialmente en redes sociales, sobre su capacidad para atravesar generaciones con su arte. Sobre su calidad como músico, como poeta, como filósofo de la calle. Robe fue un verso libre surgido desde los márgenes, con un estilo ácido y directo, capaz de traducir en arte sus vivencias, deseos y temores, y de convertir sus miserias y virtudes en las nuestras. De dotar de belleza a lo excesivo, a lo incómodo, a aquello que rara vez se dice en voz alta, aunque muchos lo piensen.
Precisamente El poder del arte, como titula una de sus canciones, reside en eso: en su capacidad para remover la conciencia y colocarnos frente al espejo de lo que somos. Un arte que me sacuda el alma, que me desarme entero. Ese es, quizá, uno de los legados más profundos que nos deja Robe.
En su obra conviven el paso del tiempo, el miedo a la muerte, el desarraigo, la complejidad del amor, la crítica social y el cuestionamiento del propio ser. Es filosofía disfrazada de arte. Con sus letras nos enseñó a reconocer nuestras imperfecciones, a habitarnos en la duda, a abrazar los momentos de zozobra del mismo modo en que abrazamos la vida. A comprender que el tiempo avanza sin detenerse y que esa conciencia nos confronta con nuestra fragilidad; a aceptar, también, que todos necesitamos agarraderos, porque el suelo se mueve.
A veces, el ritmo frenético de esta vida que compartimos nos empuja a replegarnos: a mirarnos solo a nosotros mismos, a la pareja, a la familia cercana, a quienes se nos parecen social, ideológica o culturalmente. Y, sin embargo, Robe fue capaz de atravesar esos límites, de hablarle a gentes muy distintas, a menudo incluso enfrentadas, porque no apelaba a lo que nos separa, sino a lo que nos iguala en lo más básico: nuestra condición humana.
Y es precisamente desde esa fragilidad compartida, aun con el cansancio, el repliegue y hasta con momentos en los que uno puede llegar a pensar que ha “dejado de creer en la puta humanidad”, donde se revela algo esencial: que nos necesitamos. Que, pese a todo, la necesidad del otro no desaparece, sino que se hace más visible.
Hay unos versos suyos, grabados en su casa, con una cámara precaria, en plena pandemia de la COVID-19, uno de los momentos de mayor sufrimiento colectivo de las últimas décadas, que ilustran perfectamente esta idea. Una idea que, lejos de evidenciar debilidad, señala quizá nuestra mayor virtud como seres humanos:
Que el tiempo pasa siempre a nuestro lado… y ahí no se queda.
Y ahora se ha convertido en pasado… y no nos espera.
Y cabalga desbocado al infinito…
y yo, yo me quedo contigo aquí.
En GAD3 queremos recordar a un artista capaz de alejarnos, aunque solo sea por un instante, del foco exclusivo de los datos, las estadísticas y los análisis, y de devolvernos a lo esencial. Porque también la ciencia, y, en especial, la ciencia social, necesita hacerse desde la pasión, desde la curiosidad genuina por comprender a las personas, sus contradicciones, sus miedos y sus deseos.
Y es que la importancia del saber nunca debe estrechar el espacio del saber ser, del saber sentir, del saber compartir, del saber entender y empatizar. De saber cuidar, de saber acompañar. Porque, al final, trabajar con datos solo tiene sentido si sirve para amar un poco más lo humano y ensanchar el alma.
Nos deja Robe, un moderno trovador que vivió toda su vida buscando una luna y persiguiendo el sol de invierno. Con su partida, el cielo cambió de forma.