Claves de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos

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Introducción: ¿qué es una Estrategia de Seguridad Nacional para Estados Unidos?

Carlota García Encina

Las Estrategias de Seguridad Nacional (ESN) de Estados Unidos (EEUU) constituyen un instrumento central de articulación del pensamiento estratégico estadounidense. Su publicación responde, en primer lugar, a un mandato legal (Ley Goldwater-Nichols de 1986 que modifica la Ley de Seguridad Nacional de 1947) que obliga al presidente a informar periódicamente al Congreso sobre los intereses nacionales, las amenazas prioritarias y los medios para afrontarlas. Sin embargo, su función suele trascender este requisito formal: las ESN deben operar como el documento marco que pretende ordenar el conjunto de la acción exterior, la planificación militar, la diplomacia, la política económica internacional y, de manera creciente, ámbitos como la tecnología, la energía o la resiliencia de las cadenas de suministro. En este sentido, deben cumplir una doble función: interna, al coordinar una burocracia de seguridad nacional altamente fragmentada, y externa, al proyectar hacia aliados, rivales y socios la visión estratégica de Washington sobre el orden internacional. Además, deben llegar a concretar un vocabulario común para todos aquellos que deben ejecutarla a través de subestrategias –es una pieza básica para la elaboración de otros documentos como la estrategia de defensa nacional, la estrategia de defensa antimisiles, la revisión de la postura nuclear, etcétera– y planes de acción que a su vez se ligan a unos presupuestos y a unos recursos disponibles. Es decir, que todo lo que viene después de la estrategia es lo que realmente le da coherencia a ésta.

En la práctica, sin embargo, suele existir una brecha recurrente entre las estrategias formuladas y la política efectivamente llevada a cabo. Las ESN tratan de presentar una arquitectura de fines, medios y prioridades, pero la toma de decisiones real está sometida a dinámicas de crisis, condicionantes domésticos, restricciones presupuestarias y cambios imprevistos en el entorno internacional. En este sentido, las estrategias tienden a ser más aspiracionales que operativas, y su publicación no garantiza ni coherencia en la acción ni cumplimiento pleno de los objetivos anunciados. Incluso acaban funcionando menos como un “plan maestro” vinculante y más como ventanas a la narrativa estratégica de cada Administración: revelan cómo el presidente quiere que se entienda el papel de EEUU en el mundo, aunque la política real sea mucho más contingente y contradictoria.

Evolución

Históricamente, la evolución de las ESN ha reflejado con bastante fidelidad las grandes transformaciones del sistema internacional. Durante la Guerra Fría, las primeras estrategias se estructuraban casi exclusivamente en torno a la competición existencial con la Unión Soviética. La disuasión nuclear, el equilibrio estratégico, la contención del comunismo y el sostenimiento de las alianzas militares formaban el núcleo duro del concepto de seguridad nacional. El uso del poder militar, enmarcado en una lógica bipolar, dominaba ampliamente sobre otras dimensiones.

Con el colapso del bloque soviético, las estrategias de los años 90 introdujeron una redefinición sustantiva del concepto de seguridad. Bajo la presidencia de Bill Clinton, la ESN incorporó de manera explícita la expansión del libre comercio, la integración económica global y la promoción de la democracia como pilares de estabilidad internacional. La seguridad dejaba de entenderse únicamente como protección frente a un enemigo militar y pasaba a concebirse también como resultado de la interdependencia económica, la expansión institucional y la difusión de valores liberales. Paralelamente, ganaban visibilidad amenazas transnacionales como el terrorismo, la proliferación de armas de destrucción masiva o los Estados fallidos, que desbordaban los marcos tradicionales de la guerra interestatal.

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 marcaron una nueva inflexión. Las ESN de la Administración Bush introdujeron el principio de la acción preventiva como eje central del pensamiento estratégico. La lucha contra el terrorismo se convirtió en la prioridad absoluta, acompañada de una reinterpretación expansiva del uso de la fuerza y de un acusado sesgo unilateralista. La seguridad nacional se reconfiguraba en torno a amenazas asimétricas y difusas, lo que legitimaba tanto las intervenciones militares en Afganistán e Irak como una profunda transformación del aparato de seguridad interior estadounidense.

Durante la presidencia de Barack Obama, sin romper completamente con el paradigma antiterrorista, se observó un reequilibrio hacia una concepción más amplia y multilateral de la seguridad, con mayor énfasis en las alianzas, la diplomacia y la cooperación internacional. Sus ESN admitieron que EEUU no podía asumir en solitario “las cargas de un joven siglo” y por ello se insistió en buscar respaldo más allá de los aliados tradicionales, mientras que el crecimiento económico y la puesta en orden de la situación fiscal debían ser consideradas prioridades de seguridad nacional.

Es en este periodo cuando comienza a adquirir importancia la competencia estratégica con China, anticipando el desplazamiento del foco principal de la política exterior estadounidense hacia la región indo-pacífica. Esta tendencia se consolidaría posteriormente con la primera Administración Trump y la de Joe Biden, aunque bajo marcos normativos y discursivos muy distintos: mientras Donald Trump adoptó un enfoque abiertamente nacionalista, transaccional y de enfrentamiento, Biden recuperó la retórica del orden internacional liberal, pero ya dentro de una lógica explícita de rivalidad entre grandes potencias. Biden, además, planteó en su ESN de 2022 un renovado papel de EEUU en el mundo y un cambio en la forma en que el país debía abordar sus intereses nacionales. A diferencia del cambio que se produjo tras el 11-S, no se trataba de una variación reactiva o impulsada por los acontecimientos en una sola región del mundo. Trataba de ser verdaderamente estratégica, basada en el reconocimiento de los cambios globales y en la anticipación de las consecuencias de las grandes tendencias que están cambiando el mundo.

En general, a lo largo de este primer cuarto de siglo, las distintas estrategias han visto la multiplicación el número de países, regiones y ámbitos funcionales cubiertos, lo que ha reflejado tanto la creciente interdependencia global como la tendencia a “securitizar” un número cada vez mayor de cuestiones –desde el cambio climático hasta la ciberseguridad, la inteligencia artificial (IA) y la resiliencia industrial–. La seguridad nacional ha dejado así de ser un campo estrictamente militar para convertirse en un concepto transversal, que atraviesa la política económica, tecnológica y social de cada momento.

La Estrategia de Seguridad Nacional de 2025 frente a la de 2017

Carlota García Encina

La ESN de 2017 –la primera de Donald Trump– sorprendió. Fue una de las más largas de la historia y se publicó antes de que la Administración cumpliera su primer año, algo poco habitual dada la complejidad del proceso interagencial. Esa rapidez alimentó dudas sobre hasta qué punto reflejaba realmente una coordinación sólida entre agencias, aunque en la letra se percibía la influencia –y cierta coherencia– de H. R. McMaster y de la cultura estratégica tradicional de Washington.

La presentación tampoco fue normal: la hizo el propio presidente, que convirtió el lanzamiento en un mitin de campaña. Desplegó una lista de supuestos logros y ataques a Obama, mientras el documento escrito iba por otro lado. La brecha entre el discurso y la estrategia mostraba la dificultad de traducir el instinto de “America First” en doctrina de política exterior. Fue especialmente reveladora la suavidad con la que Trump habló de China y Rusia, agradeciendo incluso gestos de Putin, frente al texto oficial, mucho más duro, que los presentaba como principales competidores geopolíticos.

En el fondo, la ESN de 2017 fue una amalgama de tradición estratégica estadounidense, republicanismo convencional y elementos netamente trumpistas. Mantenía el liderazgo global de EEUU, la prevención del desorden internacional y la atención a Irán, Corea del Norte y las amenazas transnacionales, al tiempo que consolidaba la competencia entre grandes potencias con China y Rusia como eje del marco estratégico. Defensa antimisiles, armas nucleares, reforma fiscal y desregulación encajaban en el mainstream republicano; la obsesión por las fronteras, la inmigración, el proteccionismo comercial, la ausencia del cambio climático y el tono “America First” llevaban ya la firma de Trump.

Esa estrella polar –la competencia con China y Rusia, sobre la que se había construido un consenso bipartidista– prácticamente desaparece de la segunda estrategia de Donald Trump que esta vez sí hace suya. Es más polémica que política: la dimensión geopolítica cede terreno frente a una lectura económica e ideológica del mundo que refleja con bastante transparencia las prioridades internas del presidente. De ahí la obsesión con la “confianza civilizatoria” europea –inspirada directamente en el discurso de J. D. Vance en Múnich y en la idea de “aliados civilizacionales” en Europa Occidental– y la concentración abrumadora en el hemisferio occidental, el comercio, la inmigración y otras cuestiones “cercanas a casa”.

El hemisferio occidental se eleva a máxima prioridad de EEUU, haciendo énfasis en asegurar el dominio estadounidense a través de un “corolario Trump” a la Doctrina Monroe. La Doctrina Monroe, proclamada en 1823, estableció que el hemisferio occidental quedaba cerrado a nuevas intervenciones europeas, que serían consideradas una amenaza para la seguridad de EEUU. A cambio, Washington se comprometía a no intervenir en los asuntos europeos. En su origen, fue una doctrina defensiva destinada a proteger tanto las nuevas repúblicas americanas como la autonomía estratégica estadounidense. Esta doctrina fue ampliada en 1904 con el Corolario Roosevelt, que legitimó la intervención de EEUU en América Latina cuando considerara que un país era inestable o incapaz de cumplir sus obligaciones internacionales. De este modo, pasó de ser un principio defensivo a un instrumento de intervencionismo estadounidense en el hemisferio. A lo largo del tiempo, la Doctrina Monroe ha sido reinterpretada según el contexto: sirvió para justificar la expansión de la influencia de EEUU, la contención del comunismo durante la Guerra Fría y, de forma más implícita, la idea de América Latina como esfera de influencia prioritaria tras la Guerra Fría. Donald Trump la retoma explícitamente al vincularla a la competencia entre grandes potencias y al rechazo de la presencia de actores como China o Rusia en América Latina, aunque no los menciona directamente. En este sentido, más que una doctrina normativa, la Doctrina Monroe reaparece como una afirmación directa de primacía estratégica estadounidense, que le sirve para justificar una política más coercitiva (presión diplomática, sanciones, despliegue militar) frente a países como Venezuela.

Otro rasgo llamativo con respecto a otras estrategias es la centralidad del propio presidente. Trump aparece como figura casi providencial que inaugura “una nueva edad de oro”, “presidente de la paz” que, gracias a su talento negociador, garantiza una “paz sin precedentes”. La estrategia fusiona sin pudor un documento de seguridad nacional con propaganda de campaña. Y eso puede tener consecuencias: desdibuja la frontera entre estrategia institucional y mensaje electoral, complica la evaluación de la fiabilidad de EEUU por parte de los aliados y aumenta la incertidumbre sobre la continuidad más allá de una persona.

Al mismo tiempo, algunos elementos de la ESN de 2025 remiten a cambios estructurales que probablemente sobrevivirán a Trump: la presión para trasladar –que no repartir– cargas a los aliados, el escepticismo hacia las instituciones globales, una definición más estrecha de los intereses nacionales y la centralidad de los intereses económicos. Es verosímil que una futura ESN, incluso demócrata, mantenga parte de este giro, aunque con un tono menos confrontativo con Europa y un lenguaje más tranquilizador hacia las alianzas.

El valor de estas estrategias no reside tanto en ofrecer una arquitectura coherente como en mostrar cómo quiere una Administración presentarse ante la opinión pública. En ese sentido, la ESN de 2025 es brutalmente honrada: refleja sin maquillaje las prioridades trumpistas y exhibe su catálogo de contradicciones internas. Ensalza a Trump como “presidente de la paz” mientras ordena operaciones militares discutibles en el Caribe y coquetea con un cambio de régimen en Venezuela; advierte contra las “guerras de construcción de naciones” mientras legitima una postura militar ofensiva en el hemisferio occidental; exalta la soberanía mientras parece dispuesto a recompensar a Rusia pese a su violación de ésta en Ucrania. Proclama derechos naturales “otorgados por Dios” frente a un trato cruel a inmigrantes y refugiados; promete preservar la ventaja estadounidense en ciencia y tecnología mientras recorta la investigación.

En realidad, nada de esto es nuevo: todos los principios que recoge la ESN ya habían sido formulados por el presidente y su círculo más íntimo. La novedad está en la claridad con la que el documento fija una visión de la seguridad más personalizada, más ensimismada y limitada. La forma de publicación –sin ceremonias, de noche, sin discurso del presidente ni del asesor de seguridad nacional– sugiere, además, que la Casa Blanca la entiende más como un trámite que como una guía de acción. Sus destinatarios, dentro y fuera de EEUU, harían bien en leerla así: menos como una estrategia y más como la explicación condensada de una convicción de fondo. Que, al final, “America First” no es sino la idea de que EEUU ha hecho demasiado, durante demasiado tiempo, en demasiados lugares y que EEUU puede –o cree que puede– conseguir más haciendo menos.

Nuevas prioridades funcionales y geográficas

Luis Simón

La ESN de 2025 presenta una crítica profunda al paradigma tradicional del liberalismo internacional, al papel de las instituciones multilaterales, al carácter sacrosanto de las alianzas y a la globalización económica. Según la ESN, estos marcos –durante décadas percibidos como instrumentos al servicio del interés nacional– se han desacoplado de las necesidades estratégicas actuales. China habría explotado el orden liberal internacional y la globalización para erosionar la posición estratégica de EEUU, mientras que las alianzas incondicionales han generado dinámicas de dependencia poco saludables que ya no benefician a Washington. 

De ahí que la ESN adopte un enfoque escéptico hacia las instituciones internacionales, abogue por un uso selectivo de la globalización y por un reequilibrio de las alianzas, insistiendo en la importancia de tener aliados capaces que no requieran una atención constante.

En el plano geográfico, la estrategia ordena sus prioridades colocando en primer lugar el hemisferio occidental, seguido por las tres regiones estratégicas tradicionales: Indo-Pacífico, Europa y Oriente Medio.

La decisión de priorizar el hemisferio occidental tiene un componente ideológico y retórico evidente, que emana de la plataforma de “America First”. Destaca la importancia de la frontera sur y de neutralizar o degradar a los llamados “cárteles terroristas”, cuyo potencial de amenazar directamente a EEUU se presenta como una novedad relevante. Está por ver si esta prioridad (retórica) se verá reflejada en la asignación de recursos, algo que la futura Estrategia de Defensa Nacional podría clarificar.

La priorización hemisférica incorpora además un elemento de competencia entre grandes potencias. El sistema Golden Dome, concebido como un escudo para el territorio continental frente a amenazas aéreas y balísticas, tiene como principal propósito neutralizar los disuasores nucleares chino y ruso, y asegurar así la ventaja estratégico-militar estadounidense. Al mismo tiempo, la preocupación por la injerencia externa en el hemisferio se dirige fundamentalmente hacia China y su penetración en infraestructuras y nodos críticos, como el canal de Panamá. 

Entre las regiones globales, el Indo-Pacífico se consolida inequívocamente como la principal. La ESN lo define como “el teatro decisivo de la competición económica y geopolítica del siglo XXI” y afirma que EEUU debe prevalecer allí apoyándose en fuerzas capaces de negar la agresión en cualquier punto de la primera cadena de islas. Taiwán es descrito como un “punto de estrangulamiento geográfico vital” cuyo control influye en el equilibrio del noreste y sureste asiático, lo que convierte su seguridad en un requisito esencial para la estabilidad regional. 

Europa y Oriente Medio se mantienen como prioridades de segundo orden. La ESN afirma que EEUU “necesita una Europa fuerte para prevenir que un adversario domine el continente”, pero exige que los europeos asuman la responsabilidad primaria de su propia defensa antes de 2027. Persisten interrogantes sobre lo que esto implicaría para el despliegue de fuerza estadounidense en el continente.

Más allá de la ad

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Judith Arnal, Ángel Badillo Matos, Rut Bermejo Casado, Marta Driessen Cormenzana, Gonzalo Escribano, Mario Esteban, Carlota García Encina, Lara Lázaro Touza, Carlos Malamud, Mira Milosevich-Juaristi, Ignacio Molina, Iliana Olivié, Luis Simón, Ig