Las heridas de Frankenstein - Instituto Ángeles Wolder

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Cuando Mary Shelley escribió Frankenstein en 1816, no lo hizo desde una torre de marfil ni desde el confort emocional o material. Lo hizo, literalmente, desde el filo de sus pérdidas, en medio de un torbellino afectivo, familiar, político e intelectual que marcaría para siempre su obra. Más que un relato gótico, Frankenstein es un espejo emocional de una joven de apenas dieciocho años que había vivido demasiado en muy poco tiempo: rechazo, duelo, abandono, idealismo político, maternidad traumática, precariedad económica y una conciencia muy lúcida de los límites y peligros del conocimiento humano.

Este texto explora ese contexto: el estado emocional de Mary Shelley, las heridas abiertas que llevaban años supurando, los condicionantes intelectuales de los que partía y la forma en que todas estas fuerzas convergieron para dar vida a uno de los mitos más poderosos de la literatura moderna.

La revolución industrial, el nuevo dios de la ciencia y el miedo a lo desconocido

La novela nace en una época atravesada por transformaciones brutales: la revolución industrial había puesto en marcha un mundo dominado por máquinas, experimentos, galvanismo, cuerpos diseccionados y la obsesión por dominar las leyes naturales. La ciencia, por primera vez, aspiraba a ocupar el sitio de Dios.

Este es el caldo de cultivo del experimento de Victor Frankenstein: crear vida no por milagro, sino por técnica.

Shelley creció en un ambiente impregnado de debates filosóficos y científicos. Conocía las teorías de Erasmus Darwin, por las charlas de su padre William Godwin con intelectuales radicales, y las discusiones sobre la posibilidad real de reanimar tejidos muertos. No era extraño que su imaginación adolescente absorbiera este mundo como una advertencia.

¿Qué pasa cuando el ser humano, cegado por su deseo de poder, olvida la responsabilidad moral que acompaña a sus creaciones?

En este sentido, Frankenstein es una alegoría política, moral y ética. La criatura representa las consecuencias imprevistas de la ciencia aliada con un capitalismo naciente, capaz de considerar la naturaleza y a las personas como recursos sacrificables. La rebelión del monstruo contra su creador simboliza la respuesta inevitable ante el abuso del poder, la falta de ética y la arrogancia humana.

Hoy, en 2025 con más de 200 años de supuesta “evolución” nos tenemos que hacer los mismos cuestionamientos que llevaron a la autora a plantear preguntas en su obra.

La sombra del embarazo, el parto y la muerte: el cuerpo de Mary como campo narrativo

En Frankenstein, la criatura encarna al sujeto rechazado: no nace monstruo, se vuelve monstruoso por la ausencia de vínculo.

Mary nació un 30 de agosto de 1797 mientras su madre, una feminista llamada Mary Wollstonecraft, moría por complicaciones del parto el 10 de septiembre de ese mismo año. Ese trauma fundacional dejó en ella una huella profunda. Haber venido al mundo asociada a la muerte de la mujer que la engendró.

No es descabellado pensar que Mary fantaseaba con la idea de que su propia existencia hubiera sido una carga, un error, o incluso una monstruosidad para los demás.

A su experiencia de nacimiento y a su posterior crianza con una madrasta de cuento le suma uno de los elementos menos discutidos, pero quizá más decisivos, que es la experiencia corporal de Mary. Antes de escribir Frankenstein, Mary había perdido a su primera hija tras un parto prematuro. El bebé murió a los dos meses. Poco después tuvo un aborto espontáneo. Más tarde, su segundo hijo, William, apodado “Willmouse” también moriría de malaria en 1819. Su tercera hija, Clara, también falleció en 1818. La maternidad de Mary fue una sucesión de pérdidas.

Por eso, muchos estudiosos interpretan Frankenstein como una narración del miedo femenino a la gestación, al parto, a la muerte, y a la posibilidad de traer al mundo algo que escape del control materno.

En esta lectura, la criatura encarna la angustia posparto:

  • ¿Y si mi hijo nace dañado?
  • ¿Y si me rechaza?
  • ¿Y si me muero dándole vida?
  • ¿Y si yo misma soy vista como monstruosa?

Así, la novela no es solo un relato sobre ciencia, sino que es un relato sobre la fragilidad del vínculo entre creador y criatura, madre e hijo, y sobre la culpa que nace cuando la vida aparece envuelta en dolor. Pero hay otro elemento que creo e determinante en su escritura y son las heridas abiertas del rechazo.

El rechazo como marca constitutiva

Si algo define la vida temprana de Mary Shelley es el rechazo. Primero, la muerte de su madre, de dónde pueden surgir los cuestionamientos inconscientes de validez para mantener a su madre en vida o de haber sido la causa de su muerte.

Segundo, el de su madrastra, que la trató con frialdad y puso obstáculos a la convivencia familiar. Este rechazo afectó también a sus hermanastras, especialmente Fanny, quien terminaría suicidándose a los 22 años.

Después, el rechazo de su padre cuando Mary se enamoró de Percy Bysshe Shelley. William Godwin, su propio padre, se negó a aceptar la relación y cortó cualquier muestra de afecto hacia ella. Para Mary, perder a su padre vivo, sentir que su mera elección afectiva la convertía en indigna fue un golpe devastador.

Y luego, de nuevo, el rechazo social. Mary y Percy iniciaron una relación cuando Percy estaba casado, por lo que se veían clandestinamente en la tumba de Mary Wollstonecraft. Era un amor que nació marcado por la transgresión, la marginalidad y la desaprobación. Los padres de Percy tampoco lo aprobaron.

Este núcleo de experiencias aparece reconfigurado en la novela:

  • La criatura pide ser vista, escuchada, amada.
  • Victor Frankenstein lo abandona por su fealdad, por ser “imperfecto”, por no ajustarse a la fantasía que había imaginado.

Es un eco directo de la biografía de Mary. Ser hija de una muerta, no encajar en su propia familia, ser repudiada por quienes deberían sostenerla.

El peso político y filosófico: una mente forjada entre radicales

Mary no solo vivió tragedias afectivas. También creció en un ambiente intelectual excepcional. Era hija de los dos pensadores más radicales del momento:

  • Mary Wollstonecraft, defensora pionera de los derechos de las mujeres. Una de las feministas pioneras muy activas para difundir sus ideas.
  • William Godwin, filósofo político que publicó Justicia Política, influencia clave para Percy Shelley.

Mary absorbió desde niña debates sobre libertad, igualdad, ciencia, revolución, educación, moralidad y formas alternativas de convivencia.

El radicalismo político de Percy Shelley también marcó su vida: él fue expulsado de su familia aristocrática por querer donar su dinero a causas sociales. Además, Percy hizo promesas económicas a Godwin que luego no pudo cumplir, provocando más rupturas familiares, más tensión, más culpa, más rechazo.

Todo esto construye el trasfondo ético de Frankenstein. La responsabilidad del creador frente a su creación, el límite entre libertad y destrucción, la política de la negligencia, la ética del cuidado.

El verano de 1816: Villa Diodati, Byron y el nacimiento de un sueño

La gestación de Frankenstein tiene su propio mito: el famoso verano de 1816 en Ginebra, junto a Byron, Shelley, Polidori y Claire Clairmont. La “erupción” literaria no fue casual: habían pasado semanas encerrados por el clima, leyendo historias de fantasmas y debatiendo sobre electricidad, vida, alma, ciencia y destino.

Byron propuso que cada uno escribiera un relato sobrenatural. Mary se quedó sin ideas hasta que tuvo un sueño que la estremeció. Un joven científico inclinado sobre un ser al que había dado vida y del que huía horrorizado. Ahí nació Frankenstein.

Pero en realidad, la novela llevaba años germinando en ella, en sus pérdidas, en su historia familiar, en sus inquietudes intelectuales, y en su miedo profundo a ser creadora y, al mismo tiempo, víctima de sus propias creaciones.

La vida después del libro: más pérdidas, más lucha, más soledad

Mary terminó el manuscrito en 1817. Fue publicado anónimamente en 1818 y, para su sorpresa, muchos asumieron que el autor era Percy. La voz femenina, en ese tiempo, aún se consideraba incapaz de producir obras “serias”.

Años después, en 1822, Percy murió ahogado en Italia. Mary quedó viuda, sola y con un hijo pequeño. Vivió en precariedad económica, bajo la tutela emocional y económica del duro Sir Timothy Shelley, quien nunca quiso verla en persona. Rechazo.

Aun así, Mary sobrevivió. Escribió, editó, cuidó de Percy Florence, y siguió cargando el duelo por sus hijos fallecidos. Hasta el final de su vida convivió con la sombra de la pérdida.

Frankenstein y la psicología: trauma, abandono y el espejo del otro

Más allá de los estudios literarios, Frankenstein tiene una lectura profundamente psicológica.

Como recordaba Britton (2015), toda creación implica una mezcla de temor y deseo. El creador proyecta en su criatura aquello que más teme de sí mismo. Y lo rechaza cuando ese espejo se vuelve insoportable.

Victor Frankenstein encarna:

  • el peligro de crear sin asumir responsabilidad,
  • el miedo al otro,
  • el rechazo a lo que se percibe como monstruoso,
  • y la fantasía de que podemos abandonar nuestros actos sin consecuencias.

La criatura, por otro lado, es el hijo no reconocido, el paciente que pide ser mirado, el sujeto convertido en síntoma por falta de vínculo, el que se vuelve violento no por naturaleza, sino por haber sido excluido.

Descubre aquí qué son los excluidos del clan.

Como suele decirse: “La herida más devastadora no es la muerte, es la ausencia del otro.”

Ahí está también la clave terapéutica. La validación de la presencia como supervivencia psíquica. Ver y ser visto. Reconocer y ser reconocido.

Guillermo del Toro y la herencia emocional del mito

La larga gestación del Frankenstein de Guillermo del Toro es casi una relectura inconsciente de este proceso. El director ha dicho que es una película para la cual lleva “entrenándose 30 años”. Algo de sí mismo intenta reparar ahí.

El abandono, la creación y el espejo del otro son los tres ejes centrales de su versión. Del Toro, igual que Mary, parece entender que Frankenstein no es un libro sobre un monstruo, sino sobre seres desesperados por un vínculo imposible.

Conclusión: todos somos Victor Frankenstein y todos somos la criatura

La potencia del mito viene de algo que nos ocurre a todos: todos hemos sido el creador que abandona y todos hemos sido la criatura que solo quiere ser vista.

Mary Shelley, con apenas 18 años, logró convertir su historia personal en una alegoría universal sobre el trauma, el deseo, la responsabilidad y la soledad. Su novela sigue viva porque nace exactamente del punto donde se cruzan las pérdidas íntimas y los miedos colectivos.

Frankenstein es, en esencia, una pregunta que no deja de perseguirnos: ¿Qué hacemos con aquello que creamos cuando deja de parecerse a lo que imaginamos?

Y esa pregunta, desde la psicoterapia hasta la ética tecnológica contemporánea, sigue siendo actual y hoy es urgente dar respuesta.

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Ángeles Wolder