Cristina García Rodero. España Oculta - AU Agenda

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HASTA EL DOMINGO 8/2
IVAM. Guillem de Castro, 118

Unos niños juegan “a la Pasión” colgados sobre grandes cruces de madera. El anda de la Virgen de Villamayor de Calatrava y el del santo de Tirteafuera entran al río en romería para pedir lluvia que riegue los campos. Una cuadrilla de toreros enanos posa en fila para la foto. Un grupo de jóvenes almuerza sentado a la mesa dentro del río después del encierro. Un cura confiesa en un confesionario al aire libre junto a la tapia del cementerio. Un camarero esquiva nazarenos para servir el chocolate con churros. Un borracho con los calzoncillos bajados mea sin pudor de frente a la cámara. En las imágenes de Cristina García Rodero no hay maquillaje: salen hernias, borrachos, bocas desdentadas, pies descalzos, mujeres de luto, miradas perdidas de loco, penitentes de rodillas, toros enmaromaos, niñas fumando… Lo grotesco se mezcla con lo solemne, lo lúgubre con el placer y la diversión, la celebración de la vida con la de la muerte y lo sagrado con lo profano, de forma natural, como la vida misma.

La prestigiosa fotógrafa de Puertollano —Premio Nacional de Fotografía en 1996 y primera española en formar parte de la prestigiosa agencia Magnum—, retratista por vocación, acabó convertida en reportera, pero nunca dejó de poner el punto de mira sobre los personajes, tan sencillos como irresistibles, a los que siempre se ha acercado con un respeto reverencial. Y agradecida, por haberse prestado a que ella los retratara. Acaba de presentar en el IVAM España Oculta, la muestra que expone las 157 imágenes en blanco y negro de su libro homónimo, un trabajo de culto dentro de la fotografía española que ha inspirado a muchos de los que vinieron después. Fue y sigue siendo el proyecto más importante de su vida. En él, documentó fiestas, ceremonias, ritos, tradiciones y formas de vida de la España de los años setenta y ochenta.

Su inspiración fue El carnaval de Julio Caro Baroja —prologuista en la nueva edición del libro—, sobre ese festejo invernal que se celebra en diversos lugares de la Península Ibérica y que sigue vivo gracias al empeño de algunos pueblos por seguir celebrándolo pese a las prohibiciones. El primer franquismo consiguió penetrar en el ámbito de lo popular y modificar el ecosistema, resignificando y apropiándose de elementos locales dentro de un «regionalismo bien entendido», folclórico, catolizante y que no amenazara con llevar las identidades regionales “más allá de lo razonable”. La Semana Santa carecía de arraigo popular y no le interesó a la Iglesia hasta el primer tercio del siglo XX, las Fallas sufrieron una recatolización forzosa con el establecimiento floral a la Virgen de los Desamparados en 1945 y, como decíamos antes, el carnaval de Cádiz fue prohibido de facto hasta 1948. Lo pagano había que atarlo en corto, pero hubo pueblos que se resistieron y le brindaron algunas de sus grandes fotos a Cristina Rodero, que apuntaba en la presentación que las fiestas de verano, en realidad, son solo invenciones para los forasteros. La fiestas con alma, son las invernales.

La manchega empezó su macroproyecto España Oculta en Almonacid del Marquesado (Cuenca) y siguió retratando la España rural durante más de quince años (1973-1989), viendo sin ser vista. La suya es una fotografía sencilla, con diagonales y encuadres perfectos, absolutamente magnética. Dentro del contexto valenciano se pueden ver els cantors de la Mare de Déu de Morella, els Moros i Cristians d’Alcoi o els Bous a la mar de Dénia, pero la gama de personajes que presenta en esta exposición viene de todos los puntos de España y es de lo más variopinta. Aparece el Colacho, una fiesta de origen religioso que se celebra en Castrillo de Murcia (Burgos) desde 1621, donde un hombre disfrazado de diablo salta sobre bebés recién nacidos para «librarlos del mal». O Jarramplas, un personaje con una máscara cónica y un traje de cintas multicolores que recorre las calles de Piornal (Valle del Jerte) tocando un tamboril mientras los vecinos le lanzan nabos como castigo. O el Zangarrón de Sanzoles (Castilla y León) —ataviado con una máscara de cuero negro, ropa de colores, tres cencerros y dos esquilones a la espalda y un palo del que cuelgan tres vejigas hinchadas— que persigue a los niños y las personas de edad avanzada. Las vejigas representan la fertilidad y los cencerros atados sirven para espantar a los espíritus. Al Zangarrón lo acompañan en procesión los quintos del año, que van en dos filas cubiertos con capotes negros. La misión del Zangarrón es proteger a los jóvenes del pueblo para que puedan bailar. Contaba García Rodero que las fiestas de los quintos eran mecanismos ideados para que los chicos acabaran emparejados con las chicas del pueblo y no se fueran con una fresca forastera cualquiera.

Mientras otros retrataban la modernidad de la Movida madrileña, Cristina García Rodero se fue por los pueblos y las aldeas de la España profunda en busca de la cara más folclórica, misteriosa y oculta. No valía cualquier fiesta por el mero hecho de ser antigua, podía no ser fotogénica o no inspirarle, pero si lo hacía, metía las narices en todas partes. Porque ahí, en la fiesta, lo tenía todo: arquitectura, paisajes, urbanismo, tradición, vestimentas, peinados… Había que estar en el sitio y momento adecuados para captar la esencia de lo importante: los seres humanos, sus creencias, sus fiestas y su vida cotidiana. Aun así, la fotógrafa manchega dijo en la presentación de su exposición que, más que de los éxitos, una se acuerda de los fracasos, de la foto que perdió porque alguien se cruzó en el momento clave.

Mide metro y medio, no puede esquivar las cabezas que le estropean el plano estirando los brazos hacia arriba como hacen otros. Tiene que ser rápida y avispada para colocarse en primera línea y poder hacer la foto que busca. O subirse a los balcones. O caminar por tejados, a pesar de su vértigo. Va con una fuerza tremenda, pero cuando ya tiene la foto y se relaja, se acuerda de que es una mujer con vértigo y tiene que volver a cuatro patas. Pura pasión y ganas de aventura. Si le preguntas cuál es su estudio, te contestará que “la puta calle”. El cuarto de baño fue su laboratorio durante mucho tiempo. Ha aprendido a vivir sencillo porque mucho del dinero que gana dando clases, lo reinvierte en su gran pasión, a la que le reserva todo el tiempo del mundo. Siempre ha trabajado quitándole tiempo al descanso. Cargaba con las maletas a clase y al acabar salía directa a coger el tren que la llevaba a ese pueblo en fiestas que huele a leña y a pan, con un bar donde los parroquianos le daban toda la información que necesitaba. Lo más bonito, dice, es el contacto con la gente, con camareros, sacerdotes, tamborileros, feriantes, mendigos, músicos, guardias civiles, telefonistas, alcaldes, pregoneros, mayordomos y pasajeros del tren que le han descubierto esa fiesta que nadie conocía (no existían las redes sociales). Cuando las cosas se descubrían preguntando: ¿Usted de dónde es? ¿Qué fiestas se celebran allí?

Cristina García Rodero es una mujer aventurera, una devota de la fotografía que le dedica, feliz, horas y horas a su pasión, una cabezota consumada capaz de recorrer seiscientos kilómetros para fotografiar a un diablo. No le gusta caminar superficialmente, ella se queda hasta la noche aunque haya sacado la foto de su vida.  No le vale una “foto para la Diputación”. Según ella, esa foto que es técnicamente perfecta, pero a la que le falta magia. Las que suelen aparecer en los medios de comunicación, donde la actualidad manda y el tiempo aprieta. Trabaja mucho para conseguir cuatro buenas fotos, de las que quedarán tres y trascenderá una. Y para conseguir esas cuatro fotos buenas, está dispuesta a dedicarle todo el tiempo del mundo a su pasión y a cualquier cosa que le importe. También a presentar su exposición en el IVAM. Haciéndose la despistada, siempre consigue arañar su parcelita de libertad para poder hacer lo que le da la gana. Fue absolutamente indomable en la presentación de esta muestra que ella misma ha comisariado para poder tomar todas las decisiones importantes. S.M.

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