Mensajes clave
- Las relaciones transatlánticas, incluso tras la aprobación del 5% de la Alianza Atlántica, no volverán a ser como antes.
- Se sabe que los aliados europeos deben relevar a los estadounidenses en Europa, pero se evita planificar un traspaso ordenado de las responsabilidades.
- Se espera que un alto el fuego en Ucrania distienda las relaciones con Rusia, como si Europa no fuera –como es ya– un objetivo militar ruso.
- Con tantos argumentos a favor, el momento de la defensa europea debería ser ahora, pero las diferencias de intereses y percepciones amenazan con retrasarlo hasta nunca.
Análisis
1. Introducción
La llegada del presidente Donald Trump a la Casa Blanca ha colocado a los aliados europeos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) ante la evidencia de que les toca asumir en solitario la responsabilidad de la disuasión frente a Rusia, el apoyo a Ucrania y la defensa de Europa. El distanciamiento transatlántico ya no sólo obedece al bajo esfuerzo de los europeos en defensa o a la necesidad de desplazar su centro de gravedad estratégica hacia la región Asia-Pacífico –razones que alegaron Administraciones anteriores–, sino a la voluntad de esta Administración de desentenderse de la guerra en Ucrania cuanto antes y poner sus relaciones con Rusia a salvo de cualquier enfrentamiento.
La desafección con la que la nueva Administración estadounidense maltrata a sus aliados europeos –la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (EEUU) lo deja bien claro y por escrito– debería llevarlos a reducir su dependencia de EEUU y asumir la necesidad del relevo. En una alianza que ha pasado de ser “transatlántica”, basada en valores, a una alianza “transaccional”, basada en pragmatismo, los aliados europeos deberían definir los niveles de ambición y compromiso que quieren asumir, dentro o fuera del pilar europeo de la OTAN según el apoyo o indiferencia que reciban de Washington en la transacción.
Si el distanciamiento transatlántico crece tan deprisa como parece, es urgente planificar el relevo para que su retirada no abra un período adicional de inestabilidad en Europa. Como el reloj juega a favor de la retirada, cuanto más tarden los aliados europeos en planificar el relevo, mayor es el riesgo de que una retirada abrupta los deje inermes ante el peligro. Por el contrario, fijar la fecha de relevo legitimaría el esfuerzo militar, presupuestario e industrial que están desarrollando los europeos por su defensa.
2. La amenaza rusa
La situación se agrava por la hostilidad y por el incremento de las capacidades militares de la Federación Rusa. Mantiene una guerra híbrida con los aliados europeos, otra convencional en Ucrania y comienza a tantear la capacidad militar de respuesta en las fronteras. Estamos en guerra, queramos o no reconocerlo. De Rusia preocupan la intención y las capacidades para llevar a cabo un ataque contra territorio aliado. La primera está clara porque no ha dejado de hostigar a Europa desde 2014 con una guerra híbrida por su apoyo a Ucrania. Una guerra que incluye episodios de desinformación, ciberataques, atentados y sabotajes en su vertiente gris, pero también de amenazas directas, incluido el uso de la fuerza nuclear, y violaciones constantes de la soberanía nacional de los países limítrofes. Preocupan también que Rusia haya incrementado su capacidad de producción industrial para fabricar en tres meses la munición que la OTAN fabrica en un año y producir anualmente unos 1.500 carros de combate, 3.000 vehículos acorazados o 200 misiles balísticos Iskander.[1] Rusia ha doblado el porcentaje del PIB que dedica a defensa respecto a 2022 (del 2,8 al 6,7% en 2025) y dispone de 1,5 millones de soldados con experiencia de combate.
Las Fuerzas Armadas rusas continúan presionando sobre la línea del frente ucraniano, realizan demostraciones de fuerza en la frontera bielorrusa y arrecia la caída de drones y misiles rusos –por “error” o “tanteo”– sobre territorio aliado.[2] La esperanza aliada de que la amenaza rusa se desgaste atrapada en Ucrania se va desvaneciendo a medida que las negociaciones no buscan un acuerdo de paz justo y duradero sino cualquier acuerdo. Con una maquinaria militar modernizada y unas Fuerzas Armadas puestas a punto en el frente ucraniano, el presidente Vladímir Putin puede acometer otra aventura militar como la de Ucrania, que no le ha restado apoyo popular a pesar del fracaso en sus objetivos militares, el elevado número de bajas y el coste económico debido a la guerra y a las sanciones.[3] Las agencias de inteligencia europeas y el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, estiman que Rusia estaría lista para una agresión a Europa en cinco años a partir de un acuerdo sobre Ucrania y otras estimaciones amplían el plazo hasta los 10 años.[4]
Rusia mantiene abierto un conflicto con Europa y lo alimenta de forma continua permanente con provocaciones híbridas para degradar la voluntad de respuesta de los países europeos mucho antes de llevar a cabo acciones militares.[5] La impunidad con la que Rusia lleva a cabo sus agresiones híbridas contra Europa para poner a prueba la voluntad y resiliencia de las defensas colectivas no debería circunscribirse al escenario limitado de Ucrania, porque podría conducir a una agresión militar contra algún país aliado posteriormente, según Joe Morley-Davies. Algunos aliados se niegan a reconocer la existencia de un conflicto con Rusia, creen que se limita al escenario de Ucrania y que sus acciones híbridas son incidentes aislados. Por el contrario, los países más sensibles a la guerra híbrida temen que Rusia pueda pasar de la zona gris a la convencional como ya ocurrió en Crimea o Siria y que aparezcan nuevos Donbás.
3. La “mochila” europea
La diferente percepción de la amenaza entre los aliados europeos debilita la credibilidad de que algún día puedan asumir la disuasión y defensa contra Rusia en solitario. Las percepciones distintas se traducen en divergencias sobre el esfuerzo militar y presupuestario a realizar, unas divergencias que crecen con la distancia a la frontera rusa.[6] Frente a la “tormenta perfecta” que ve venir el comisario europeo de Defensa y Espacio, Andrius Kubilius, incluida la retirada estadounidense de Europa, a muchos aliados europeos les resulta difícil asumir, tras décadas de desinversión militar y bienestar social, que la póliza de seguridad estadounidense ha dejado de ser a todo riesgo para convertirse en una franquicia a cargo del asegurado. Y les resulta todavía más difícil asumir que tendrán que aportar más hombres y presupuestos para disuadir a Rusia y mantener la estabilidad en el Mediterráneo, Oriente Medio y África.
Con todo, las encuestas conocidas en los últimos meses muestran un avance de la preocupación social por Rusia y una mayor comprensión de la necesidad de incrementar los presupuestos. Las encuestas muestran bastante o mucha preocupación por la seguridad y la defensa (78%) y cunde el convencimiento de que existe un riesgo alto o muy alto de entrar en guerra con Rusia en pocos años (51%). Mientras el 67% apoya en mayor o menor medida un incremento de las inversiones en defensa, el 52% de los encuestados considera que la UE no está preparada para un conflicto militar.[7]
La UE no defiende a los europeos. La OTAN –y no la UE– ha canalizado la reacción militar europea frente a Rusia para ayudar a Ucrania, desplegar tropas en los países orientales y adecuar los planes regionales de defensa. Los Estados miembros han contribuido a la movilización militar, pero siguen confiando en que EEUU pospondrá su retirada y para ello están dispuestos a realizar las concesiones diplomáticas, industriales o comerciales que hagan falta para demorar la desvinculación anunciada. Por otra parte, mantienen una postura reactiva frente a las agresiones rusas rayana en el apaciguamiento y midiendo con cuidado cada paso económico, militar o diplomático que dan para evitar una escalada en la que Rusia lleve ventaja comparativa.
Los países europeos han destacado en el frente oriental unos 30.000 soldados, sólo el doble de los que proporcionan las fuerzas estadounidenses. Son fuerzas que, unidas a las de los países fronterizos ayudan a garantizar la disuasión de la OTAN, pero que no bastan para proporcionar garantías europeas de seguridad a Ucrania o a la propia Europa en el caso de que EEUU repliegue las suyas. La presencia de fuerzas europeas en Ucrania se sopesó, por primera vez, en la reunión de líderes europeos convocada por el presidente francés Emmanuel Macron en febrero de 2025. La reunión tenía como objetivo concretar las garantías de seguridad que los europeos estaban dispuestos a ofrecer a Ucrania y el apoyo estadounidense que precisarían para hacerlo. Dos semanas después, el número de delegaciones invitadas por el primer ministro británico Keir Starmer pasó de 8 a 35, incluidas 25 de la UE y las de la OTAN, el Reino Unido, Ucrania, Japón, Nueva Zelanda, Australia, Canadá y Turquía.
La idea de la coalición de voluntarios era desplegar una fuerza como reserva detrás de las Fuerzas Armadas ucranianas. Su entidad disminuyó a medida que su despliegue se postergó y que no todos los países participantes en la iniciativa comprometieron sus fuerzas, con lo que se pasó de un cuerpo de ejército con unos 50.000 soldados a unas pocas brigadas con la mitad de las fuerzas. Aunque no se llegó a materializar, la iniciativa aportó credibilidad política a la reivindicación europea de no quedarse al margen de las negociaciones y ha seguido latente en el proceso negociador. De hecho, las contrapropuestas europeas al plan de EEUU de noviembre de 2025 y aun admitiendo que la OTAN no desplegará tropas en Ucrania, permitían a Ucrania solicitar el despliegue de tropas extranjeras como las mencionadas en su territorio.
Los aliados europeos no tienen el instinto predador de sus agresores. No están preparados, militar y mentalmente, para una confrontación directa con Rusia. Tienen sus fuerzas comprometidas con los planes de la OTAN y deberían desproteger su territorio para arriesgarse en el de Ucrania. Especulan con excesivos remilgos a la hora de contrarrestar los ataques híbridos y actúan con demasiadas restricciones legales, morales y materiales que no tienen sus rivales. Por ejemplo, el retraso en la atribución amplifica el relato ruso de las campañas de desinformación, los ciberataques, los sabotajes, los asesinatos en territorio europeo, la perturbación de los vuelos, la inseguridad de puertos y aeropuertos, y tantos otros actos de agresión en la zona gris del conflicto. La Comisión Europea parece dispuesta a ser más proactiva y dispone de instrumentos de disuasión,[8] pero los Estados miembros se resisten a señalar a Rusia. Preocupados por la incertidumbre de la atribución y el riesgo de escalada en los ciberataques, algo que no preocupa a los hackers rusos, los responsables de ciberseguridad y ciberdefensa europeos renuncian a la defensa activa. Asimismo, los responsables de la asistencia militar limitan el alcance de las armas que proporcionan a Ucrania, mientras los drones y misiles rusos multiplican las víctimas civiles y los daños a las infraestructuras en la retaguardia de Ucrania.
Las sanciones europeas afectan al bienestar ruso pero la propaganda oficial impide que la población asocie su deterioro con la guerra en Ucrania. Se precisan medidas como las adoptadas para dificultar el viaje de ciudadanos rusos a Europa (suspensión del acuerdo de facilitación en septiembre de 2022 y de los visados de entradas múltiples en noviembre de 2025). No tenía sentido que pudieran seguir viajando de vacaciones o negocios como si la guerra no fuera con ellos. Segregar las redes eléctricas de los países bálticos de Rusia y Bielorrusia, o poner fin a las importaciones de gas natural a finales de 2026 y las de petróleo a finales de 2027 tiene mayor coherencia estratégica, aunque se hayan demorado más de lo debido. Parece fuera de la mentalidad europea emplear medidas como la guerra cognitiva para hacer dudar a la población rusa de que la victoria del presidente Putin es “inevitable” y llevarla a la convicción de que el número de bajas (1.200 diarias) es desproporcionado y de que la aventura militar empobrece a la población mientras enriquece a los protegidos del régimen. Por último, los aliados europeos se resisten a utilizar los fondos rusos congelados como reparaciones de guerra a Ucrania para no tener que abonarlos solidariamente si al final se tienen que devolver a Moscú.
4. La autonomía estratégica sin estrategia de autonomía
Genéricamente, el concepto de autonomía estratégica se vincula a las capacidades militares indispensables para llevar a cabo acciones autónomas por un actor estratégico. Como señalan Peter Becker y Ronja Kempin, la UE ha hecho muy poco por avanzar hacia su defensa desde que el presidente Trump cuestionó, por primera vez, las garantías de seguridad de EEUU en 2016. No se puede decir que no lo haya intentado porque no ha dejado de poner en marcha iniciativas para lograrlo: Cooperación Estructurada Permanente (PESCO); Revisión Anual de Coordinación (CARD); Plan de desarrollo de capacidades (CDP); Fondo Europeo de Defensa (EDF); Brújula Estratégica; Estrategia Industrial de Defensa (ESDI); Programa de Defensa Industrial (EDIP); compra conjunta, EDIRPA; Planes de Movilidad Militar; Libro Blanco de Defensa y Hoja de Ruta Readiness 2030.
La defensa europea ha pasado con más pena que gloria por las estrategias europeas. Desde la Estrategia de Seguridad de Javier Solana de 2003, hasta la Estrategia Global de 2016, la Brújula Estratégica de 2022 y el Libro Blanco de Defensa de 2025, todas ellas carecen de un objetivo final y se limitan a codificar el mínimo común denominador de cada período. Los Estados miembros deciden en ellas cómo va a complementar la UE su propia autonomía sin menguarla y la búsqueda de la autonomía se convierte en un ejercicio transaccional: ver qué aporta la autonomía de todos a la autonomía de cada país. Como resultado, los líderes y la opinión pública europea carecen de una cultura estratégica unívoca y sus rivales sistémicos menosprecian a la UE como un actor estratégico.
Tampoco desean adoptarla porque la definición de la autonomía estratégica europea obligaría a redefinir el concepto de soberanía de cada país. Los Estados miembros son conscientes de que van perdiendo capacidad militar para garantizar su soberanía individualmente, pero se resisten a evaluar qué parcelas de su defensa europeízan, su subordinación al planeamiento común, las capacidades individuales a las que renuncian y el nivel de especialización al que optan. Son decisiones irreversibles porque las capacidades y parcelas de soberanía que se abandonan ya no podrán recuperarse.
La autonomía estratégica europea carece de un proyecto final y de una hoja de ruta para llegar a ese destino. Es un concepto reciente, expansivo y equívoco, como señala el anterior alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell. Reciente y expansivo porque pasó de la industria de defensa en 2013 a otros ámbitos de competición geopolítica, y equívoco porque cada Estado miembro la interpreta de una forma distinta en cada situación. La fragmentación estratégica, es decir la percepción de amenazas no compartidas, dificulta la convergencia hacia una política común de defensa.
La defensa europea depende de las capacidades nucleares, convencionales, de inteligencia, industriales, tecnológicas y de propiedad industrial de EEUU. Su retirada, sobre todo si es precipitada, sumirá a Europa en una situación de vulnerabilidad frente a Rusia. Esto debería llevar a los aliados europeos a afrontar la realidad sin demora y prepararse para aminorar su dependencia ahora. Sin embargo, y frente a las iniciativas de la Comisión, los Estados miembros se siguen aferrando a su autonomía nacional para adoptar decisiones de defensa que nominalmente ponen a disposición de la UE (lo que es bueno para la autonomía nacional –dicen– es bueno para la autonomía de la UE). Los mismos gobiernos europeos que justifican el incremento de gasto en defensa por la necesidad de disponer de capacidades colectivas eluden comprometerse en proyectos cooperativos y no dudan en recurrir al art. 346 del Tratado de Funcionamiento de la UE (TFUE) para defender sus intereses nacionales (lo que es bueno para la autonomía europea, parece que no lo es tanto para la autonomía nacional).
La llegada de la Administración Trump, el menosprecio a sus aliados de sus representantes, su diálogo bilateral con Rusia, el abandono de Ucrania y la visión de las relaciones transatlánticas que dibuja la Estrategia de Seguridad Nacional de 2025, deberían acelerar la defensa europea. Si la amenaza es tan excepcional como parece, su constatación debería incentivar la creación de un pilar europeo dentro o fuera de la OTAN. La seguridad de Europa es ya cosa de los europeos y todas las medidas posteriores deberían facilitar la transición hacia esa realidad estratégica.
Las dificultades para reemplazar los equipos estadounidenses desplegados en Europa, la debilidad de la base industrial europea para satisfacer las demandas de las Fuerzas Armadas de Ucrania o la renuencia a desplegar fuer