A Fredesvinda García Valdés, la gorda Freddy, que logró poner al bar Celeste en el mapa del corazón humano, hay que escucharla de noche.
Porque la voz de Freddy sale de un alma desolada y oscura. No transmite un sentimiento, contagia a la vez el miedo a vivir y la plenitud de ser humano.
Solamente hay que oírla en Noche y día de Cole Porter, donde, tras la bienvenida del misterioso tambor y los metales, anuncia que ella sabe bien la diferencia entre la luz y la sombra. El día es para ver, y la noche para querer, con esa voz gruesa, que no deja de ser femenina y dulce:
Como los tambores que se oyen
por la selva resonar,
como el tic tac del reloj
que cuenta las horas al pasar,
como el repicar de la lluvia
en un techo de metal…
Y luego, el mensaje, donde le dice al ser amado que no sabía que iba a sufrir tanto por él. Esa era Freddy, que trabajaba como cocinera en la mansión del doctor Arturo Bengochea, el presidente de la Liga Cubana de Béisbol Profesional. Pero todavía no era realmente Freddy, o lo era solamente para ella, para aquel tumulto vibrante que era su alma, intentando ser Freddy para todos algún día.
Sentada en la barra de aquel bar Celeste, cerca de la avenida de la Infanta, frecuentado por artistas y músicos que pasaban por el sitio cuando terminaban de trabajar en los cabarets cercanos, susurra canciones que luego el alcohol le hará cantar más alto, y es sencillamente Fredesvinda, o como se descubrirá mucho después de su muerte en Puerto Rico, Fredelina García.
Los versos recorren su cabeza. Algún día, no muy lejano, los dejará grabados en disco, su único disco. Casi susurrando le canta a la noche que la envuelve, que ella convierte en una incógnita que nos quitará el sueño, porque nos preguntaremos si ella era real. De sus labios apretados sale ese homenaje al final del día que hizo el flaco de oro Agustín Lara:
Noche de ronda, qué triste pasas,
qué triste cruzas, por mi balcón.
Noche de ronda, cómo me hieres,
cómo lastimas mi corazón.
Fredesvinda o Fredelina buscaba entonces un lugar en la noche de La Habana. Decía haber nacido en Camagüey, pero parece que también fue parte de su mito. En su corazón, el Dios cristiano o sus orishas estaban tejiendo su destino. Lo adivinó después Ela O’Farril, que compuso el retrato más exacto de la inmensidad del alma de Freddy, que lleva su nombre, Freddy. En esa canción dice quién es, pero aún no sabe lo grande que será:
Soy una mujer que canta
para mitigar las penas
de las horas vividas y perdidas.
Me queda solo esto,
decirle a la noche todo lo que yo siento.
También nos lanza una verdad que nos ha sucedido a todos, aunque sea una sola vez en la vida:
Por doquiera que yo voy me persigue tu querer.
Pero no nos engañemos, ella sabe lo que canta y por qué lo hace. Hoy camina hacia el escenario del casino del Capri, donde va a consolar un poco su tristeza, y parece ir ensayando su declaración, su objetivo en esta vida, el motivo de su hondo canto:
Debí llorar y ya ves,
casi siento placer.
Debí llorar de dolor,
por vergüenza tal vez.
Debí sufrir el bochorno
de tu insensatez.
Pero ya ves que apenas estoy triste sola…
Así la conoció una noche el escritor Guillermo Cabrera Infante, que le abrió una puerta secreta para la inmortalidad, convirtiéndola en la cantante Estrella Rodríguez, “una inmensa Estrella Rodríguez, que era capaz de cantar sin música”. Freddy es para siempre Freddy, pero es Estrella en la novela Tres Tristes Tigres, y más tarde, el protagónico absoluto de otro libro: Ella cantaba boleros.
En el primero, Cabrera Infante la retrató así: “Yo conocí a la Estrella cuando se llamaba Estrella Rodríguez y no era famosa… Era una mulata enorme, gorda gorda, de brazos como muslos y de muslos que parecían dos troncos sosteniendo el tanque del agua que era su cuerpo… Pues allá en el centro del chowcito estaba ahora la gorda vestida con un vestido barato, de una tela carmelita cobarde que se confundía con el chocolate de su piel chocolate y unas sandalias viejas, malucas, y un vaso en la mano, moviéndose al compás de la música, moviendo las caderas, todo su cuerpo de una manera bella, no obscena pero sí sexual y bellamente, meneándose a ritmo, canturreando por entre los labios aporreados, sus labios gordos y morados, a ritmo, agitando el vaso a ritmo, rítmicamente…”.
Freddy cantó a Gershwin, a Piloto y Vera, a Ela O’Farrill, a Cole Porter y a Marta Valdés. Su luz sobre La Habana fue breve, y tuvo dos almas buenas para abrirle el camino: Aida Diestro y el compositor y director de orquesta Humberto Suárez.
Murió a los 25 años, el 1 de agosto de 1961 en el hogar del músico y compositor Bobby Collazo, en la calle Figueroa Nº 656 del barrio de Santurce.
Duerme su eternidad en el Cementerio Santa María Magdalena de Pazzis, en el Viejo San Juan, escoltada por dos grandes boricuas: Catalino “Tite” Curet Alonso y Daniel Santos.
No era nada ni nadie, ahora dicen que soy una estrella, que me convertí en una de ellas para brillar en la eterna noche.
Así nos ilumina Freddy en nuestro camino por este mundo.
Los versos recorren su cabeza. Algún día, no muy lejano, los dejará grabados en disco, su único disco. Casi susurrando le canta a la noche que la envuelve, que ella convierte en una incógnita que nos quitará el sueño, porque nos preguntaremos si ella era real.
Playlist
1. Freddy – The Man I Love (El hombre que yo amé) (George Gershwin)
00:00:15
2. Freddy – Freddy (Ela O’Farrill)
00:02:48
3. Freddy – Debí Llorar (Piloto y Vera)
00:06:31
4. Freddy – Tengo (Marta Valdés)
00:10:00
5. Freddy – Noche de Ronda (Agustín Lara)
00:13:43