En el debate público sobre la empresa se ha instalado una idea tan intuitiva como equivocada: la de que la economía es un juego de suma cero. Según este planteamiento, lo que unos ganan otros lo pierden; el éxito de unos pocos implica necesariamente el empobrecimiento del resto; que si un empresario se ha hecho rico es porque ha hecho pobres a otros. Por mucho que haya partidos que la defiendan, resulta ser una visión simplista -y perversa-, propia de ideologías trasnochadas que necesitan establecer siempre víctimas y culpables para vivir de ese cuento, promoviendo la lucha entre ellos. Como señalaba hace unas semanas el Catedrático de Economía Rafael Pampillón, este pensamiento es una falacia. La evidencia demuestra que cuando una empresa crece genera empleo, paga impuestos, compra a proveedores y contribuye al desarrollo de su entorno. El crecimiento privado tiene un impacto público indiscutible, pese a quien pese. Por eso, en lugar de sospechar del que emprende o del que invierte, una sociedad madura debería procurar multiplicar su número.
La riqueza es una tarta de tamaño fijo cuando se reparte, pero es una masa viva en manos del empresario que puede crecer si existen las condiciones adecuadas. La prosperidad de una sociedad no depende tanto de cómo reparte lo que tiene, sino de su capacidad para generar más. Innovar, invertir, trabajar y asumir riesgos son los factores que hacen que la tarta crezca. Y esto hacen los empresarios y empresarias en toda comunidad. Sin generación de riqueza no hay justicia social posible: ni empleo de calidad, ni recaudación suficiente, ni servicios públicos sostenibles ni Estado del Bienestar. La pobreza solo reparte miseria. Para repartir, primero hay que tener. Y para tener más, hay que apoyar a las empresas para que innoven, sean más competitivas y generen más riqueza para ellas, sus empleados y toda la sociedad. Y diseñar un entorno fiscal y regulatorio que premie el esfuerzo, no que lo castigue.
Por el contrario, cuando se parte de la idea de que la ganancia de unos se produce a costa de los demás y se demoniza a quien la genera -el empresario-, se desincentiva la iniciativa y se frena el progreso. Si la política económica se limita a redistribuir sin crear, terminará repartiendo miseria y erosionando la base misma sobre la que se asienta el bienestar.
En este contexto, resultan especialmente valiosas las palabras del empresario Juan Roig, quien hace poco recordaba que “los empresarios no debemos avergonzarnos de ganar dinero”. Su mensaje encierra una verdad esencial: el beneficio legítimo no es un problema, como se le quiere hacer ver, sino parte de la solución. Ganar dinero de forma honesta y productiva no debe generar culpa ni sospecha, sino reconocimiento. Sin beneficio no hay inversión, sin inversión no hay empleo y sin empleo no hay bienestar. La riqueza privada, lejos de ser un obstáculo, es el soporte de la prosperidad colectiva. Demonizarla equivale a serrar la rama sobre la que todos nos sentamos.
Por desgracia, el discurso público español, y Navarra no es una excepción, tiende a confundir la justicia con la igualdad de reparto, olvidando que el progreso real proviene de la suma de esfuerzos individuales y del dinamismo empresarial. Penalizar el éxito, estigmatizar la rentabilidad o limitar la libertad empresarial equivalen a frenar el motor del crecimiento. Un país que mira con desconfianza a quienes crean empleo y valor está condenando su propio futuro. Como hace unos días escribía en estas mismas páginas José María Aracama, vicepresidente de Institución Futuro, que las estadísticas señalen que nuestros jóvenes aspiran más a ser funcionarios que empresarios o que el número de autónomos está descendiendo vertiginosamente debería hacernos reaccionar, pues nos jugamos nuestro progreso. El crecimiento requiere una cultura colectiva que lo promueva, estabilidad institucional, seguridad jurídica y un marco fiscal que incentive la actividad. Cuando se castiga la iniciativa o se somete al sector productivo a una presión asfixiante, la inversión se retrae, la productividad se estanca y el país o la región se empobrece. No hay redistribución que compense una economía sin dinamismo. La prioridad debe ser siempre ampliar la base productiva, no aumentar el tamaño del Estado a costa de quienes crean riqueza.
El verdadero progreso consiste en ampliar las oportunidades para todos, no en nivelar por abajo. Las políticas públicas deberían centrarse en eliminar los obstáculos que impiden crecer: burocracia, rigidez laboral, ineficiencia administrativa y exceso de carga fiscal. Cuanto más fácil sea emprender, innovar o contratar, más valor se generará y más sostenible será el sistema de bienestar. Lo hemos dicho antes: la riqueza empresarial no es el problema, sino parte esencial de la solución. Los países que prosperan estimulan la iniciativa privada, valoran el beneficio legítimo y reconocen que sin empresas dinámicas no hay empleo, ni innovación, ni bienestar. Como recordaba Roig, “cuanto más dinero ganemos las empresas, más riqueza generaremos para la sociedad”. Esa afirmación, tan simple como contundente, debería ser el punto de partida de cualquier política económica sensata. Generar riqueza no es un eslogan, sino la estrategia. Supone confiar en la capacidad de las personas y de las empresas para generar valor, y en el papel del Estado como garante de un entorno estable y competitivo. Las sociedades que progresan entienden que la riqueza no se quita: se crea. Y sólo desde esa creación compartida puede sostenerse el bienestar de todos. Gracias, empresarios y empresarias de Navarra. Gracias por vuestra iniciativa y generación de riqueza para todos.