Dice Rothbard en un apéndice de su monumental “El Hombre, la Economía y el Estado. Tratado sobre principios de economía” (Rothbard, 2013), que:
La principal fuente de ingresos que tiene el gobierno es la tributación. Los empréstitos constituyen otro recurso. Los préstamos que obtiene del sistema bancario son en realidad una forma de inflación (…). Podría objetarse que los préstamos al gobierno son voluntarios y, en consecuencia, equivalentes a cualquier otra contribución voluntaria que se haga al gobierno; aquella “desviación” de fondos es algo que desean los consumidores y, por lo tanto, beneficia a la sociedad (…).
En consecuencia, el préstamo al gobierno puede ser voluntario, pero el proceso no lo es tanto si se lo considera en su conjunto. Más bien es una participación voluntaria en una futura confiscación en que incurrirá el gobierno e importa una doble desviación de fondos privados: una vez cuando se hace el préstamo y otra cuando el gobierno recurre al impuesto o a la inflación para pagarlo (o de lo contrario debe hacer un nuevo empréstito para conseguir los fondos necesarios para el reembolso). Entonces, una vez más tiene lugar una desviación coercitiva desde los productores privados hacia el gobierno, cuyo producto, después de pagar el coste de la burocracia por su servicio administrativo, va a los tenedores de títulos gubernamentales. Así, estos últimos se convierten en parte del aparato estatal y participan en una “relación de Estado” con los contribuyentes-productores” (Rothbard, 2013, págs. Vol. 2, pp. 544 y 545).
Así, al igual que Rothbard dedica varias de sus obras (entre otros, los ensayos incluidos en su “History of Money and Banking in the United States: The Colonial Era to World War II”) a analizar la historia del dinero y de la banca, fundamentalmente en los Estados Unidos, pero con una perspectiva algo alejada de cómo suelen hacerlo otros historiadores económicos, es nuestra intención analizar también, aunque sea a grandes rasgos, con una perspectiva similar a la que utiliza Rothbard, el origen del Banco de España, aplicando, como lo hizo él, también la teoría económica, pero en conjunción con otros criterios para poder descubrir los valores y objetivos -no cuantificables- que siguen los actores principales de la trama histórica y no tanto, como indica Salerno en la introducción a la obra mencionada, mediante la aplicación de potentes métodos estadísticos para analizar datos económicos estrictamente cualitativos (Rothbard, History of Money and Banking in the United States: The Colonial Era to World War II., Versión Kindle).
Así, en el presente trabajo nos vamos a limitar a hacer un breve repaso del origen, los motivos y la forma en la que se intentó crear, por primera vez en nuestro país, un papel moneda impuesto desde el poder, y cómo el intento de mantener esa creación obligó a constituir el Banco de San Carlos, antecedente del Banco de España, con el que también se violaron muchas de las reglas básicas bancarias que recomienda la prudencia y el saber hacer en el seno del mercado.
Sirva este artículo como modesto homenaje al citado autor en el trigésimo aniversario de su fallecimiento, ocurrido el 7 de enero de 1995.
Sobre el dinero y otros medios de intercambio y la actividad bancaria
Podemos definir la moneda, tal y como lo hace Carlos Bondone, como el “bien económico que satisface la liquidez”, entendiendo por liquidez “la necesidad de disponer de un bien económico de rápida vendibilidad para hacer eficientes los intercambios personales” (Bondone, 2012). La cita continúa señalando que dicha definición tiene fundamento en Carl Menger, de donde derivará las características que el bien destinado a paliar la liquidez debería tener.
Pues bien, Carl Menger explicó el origen del “dinero” considerándolo como el producto de un proceso, espontáneo y descentralizado, de forma que surge a medida que los individuos, gracias a la experiencia, empiezan a darse cuenta de que conviene más a sus intereses demandar bienes líquidos, a fin de agilizar sus intercambios con otros individuos o grupos de individuos, ya que, desde un comienzo, la demanda no dineraria de esos bienes líquidos es mucho más amplia y estable que la del resto de bienes. Así, una vez adquiridos dichos bienes líquidos, aumentan las oportunidades de acceder posteriormente a otras mercancías o servicios – finales- que eran o son las que realmente quieren conseguir.
A medida que aumenta el número de gente que se da cuenta de estas circunstancias, mayor es el número de personas que demandan esos bienes más líquidos, haciendo que las expectativas de todos ellos vayan convergiendo en torno a la superior estabilidad del valor de ese bien líquido, pasando por tanto a aceptarlo sin exigir sacrificios en su precio. Como resume el profesor Rallo (Rallo J. , 2013): “Ese es, justamente, el rasgo esencial del dinero: que su habilidad para actuar como tal no depende de la obligación de nadie, sino del valor que establemente le atribuyen la generalidad de agentes. Tal como ya había expresado décadas antes Henry Thornton con respecto al oro: el único activo monetario que no es el pasivo de nadie más”.
En palabras del propio Menger:
A medida que el comercio se extendía en el espacio y las previsiones para la satisfacción de necesidades materiales podían hacerse por períodos cada vez más prolongados, cada individuo iba aprendiendo, a partir de sus propios intereses económicos, a darse cuenta de que trocaba sus productos menos líquidos por aquellas mercancías especiales que habían exhibido, además de la atracción de ser altamente comercializables en una localidad determinada, un amplio espectro de comercialización tanto en el tiempo como en el espacio. Estos productos serían clasificados por su carácter costoso, por la facilidad de su transporte y su posibilidad de preservación (en relación con la circunstancia de su compatibilidad con una demanda estable y ampliamente distribuida), de modo tal de asegurar a su poseedor un poder, no sólo “aquí” y “ahora”, sino también ilimitado en tiempo y espacio, sobre todos los otros productos del mercado, a precios económicos (…) Los productos que, de esta manera, se tornaron medios de cambio generalmente aceptables, fueron denominados Geld por los alemanes, palabra que proviene de Gelten y que significar pagar, realizar; otras naciones denominaron al dinero teniendo en cuenta principalmente la sustancia utilizada, de forma de la moneda, o, incluso, ciertos tipos de moneda (Menger, 1892).
Ello no obstante, la teoría mengeriana debe completarse con algunas de las ideas o planteamientos que realizan, entre otros, los chartalistas, ya que es cierto que el Estado, debido a su privilegiada posición dentro de la sociedad y del mercado, puede influir e incluso imponer el surgimiento de un medio de intercambio, si bien es necesario, para que ese medio de intercambio sea realmente utilizado, sin que se produzca el proceso social al que se refería Menger, que sea una deuda del gobierno (Rallo J. , 2013). Eso es precisamente lo que ocurrió en España en la segunda mitad del siglo XVIII, en la que se produjeron los primeros intentos, por parte de la Corona, de crear un instrumento de intercambio de manera planificada, centralizada y creada desde “arriba” (top-down), aunque esas medidas, al margen del mercado, y por imposición desde el poder, generan una serie de problemas y desequilibrios en la totalidad del sistema económico.
Sobre la situación de la Hacienda española en la segunda mitad del siglo XVIII
Según explica Vicens Vives (Vicens Vives, 1958), tras la guerra de Sucesión se extinguieron las instituciones bancarias tradicionales, como las Taulas de Barcelona, Gerona, Lérida y Valencia, de forma que la banca quedó en manos de particulares extranjeros, especialmente genoveses y franceses, pero “sus operaciones eran mínimas: adelantar dinero a agricultores y exportadores. Todo ello por encima de una muy difundida costumbre de préstamo usurario”.
Por otra parte, como resume Hamilton (Hamilton, Earl J., 1970), fueron varios los intentos de reorganizar el sistema financiero durante los siglos XVII y XVIII en España, y de constituir un banco para solucionar los crónicos problemas financieros de la Corona, pero la poca consistencia y pasividad del Gobierno durante las últimas décadas del siglo XVII, la Guerra de Sucesión española, el resonante colapso del sistema de John Law en 1720 y la relativa estabilidad de la moneda española (tras las difíciles décadas de casi todo el siglo XVII, en las que se sucedieron momentos de fuertes inflaciones y de drásticas deflaciones) impidieron la puesta en marcha de proyectos bancarios hasta mucho después de su implantación por otras potencias en Europa Occidental; y todo ello a pesar de que, como señala Plaza Prieto (Prieto, 1975), era una idea que “llevaba casi dos siglos acalorando la imaginación de los arbitristas, y precisamente en los años de Floridablanca se habían multiplicado las sugestiones”.
Esta situación fue insostenible y en la segunda mitad del Siglo XVIII hubieron de tomarse medidas drásticas para solucionar una situación que se hacía acuciante. Y es que, como señala Carrera Pujal (Carrera Pujal, 1945) al analizar la situación financiera de la Corona en la segunda mitad del siglo XVIII, la guerra con Gran Bretaña durante el reinado de Carlos III hizo que la situación de la Hacienda fuese realmente difícil, al haberse creado unas necesidades financieras extraordinarias y perentorias que obligaron a adoptar una serie de medidas muy novedosas para la época.
En efecto, como señala Angulo Teja (Angulo Teja, 2002), a lo largo del siglo XVIII se adoptaron una serie de medidas que “influyeron en la mayor capacidad recaudatoria del sistema y en una reorganización de la administración, aunque no fiscales”, “como fueron las relativas a la liberalización del comercio con América (las principales en 1765 y 1778), que supusieron el aumento de la recaudación de las rentas generales, u otras diversas como las que pasaron a administración directa explotaciones mineras. A pesar de ello, fue necesario en varias ocasiones, especialmente en los años finales del siglo, debido a los conflictos bélicos, allegar recursos extraordinarios”.
Así, aunque los ingresos ordinarios habían ido aumentando desde principios del reinado, dichos ingresos eran insuficientes para atender el gasto derivado de la Guerra contra Gran Bretaña por la independencia de las Colonias americanas, lo que obligó a negociar con las casas de Génova y Holanda, y con los Diputados de los cinco Gremios Mayores de Madrid, para conseguir financiación, pero sin que el crédito conseguido fuese suficiente.
En dicha situación, ya desde comienzos de 1770, Floridablanca empezó a valorar, de manera seria, la posibilidad de fundar un Banco cuya finalidad debía ser, en primer término, la financiación del comercio con América. Así, para remediar la apurada situación de aquellos que intervenían en el comercio ultramarino, se planteaba la posibilidad de aliviar la escasez de numerario emitiendo billetes que sustituyesen, provisionalmente, al dinero que hubiera debido acuñarse con metales preciosos procedentes de las indias; dichos billetes sólo serían entregados a título de préstamo a aquellos comerciantes que acreditasen tener saldos en América que la guerra impedía liquidar (Plaza Prieto, 1975). Pero el proyecto no cristalizó en dicho momento.
Sobre la emisión de vales reales para tratar de atajar los problemas de la real hacienda
Dada la situación, diez años después, mediante Real Cédula de marzo de 1780, se estableció, con carácter extraordinario, que los capitales de los depósitos que hubiese en el Reino con destino a censos se impusieran sobre la renta del tabaco al interés del 3 por 100. Aun así, la situación seguía resultando insostenible, y el Gobierno se vio en la “necesidad” de aplicar una nueva medida, propuesta por el Conde de Cabarrús, y que se concretó en la autorización, mediante Real Cédula de 20 de septiembre de 1780, para la emisión de 9.900.000 pesos de vellón en Vales Reales, señalándose, en el Preámbulo de dicha Real Cédula, que era deseo del Rey atender las obligaciones del Estado sin gravar al público con nuevas contribuciones, ni exponer a los riesgos de la guerra las gruesas sumas de dinero que se hallaban detenidas en América pertenecientes a la Real Hacienda y a los comerciantes españoles. Ello llevó, según se afirmaba en dicho Preámbulo, a “admitir” la proposición hecha por varias casas de comercio acreditadas y establecidas en España de entregar a la Tesorería hasta nueve millones de pesos en efectivo o en letras cobradas en la misma especie por vía de empréstito a extinguir en veinte años y con el interés del 4 por 100 (Carrera Pujal, 1945).
Así, de lo recogido en dicho Preámbulo parece desprenderse que con la citada emisión se evita perjudicar a los “súbditos”. Como vemos, ya a finales del siglo XVIII se caía en errores conceptuales en los que aún hoy siguen cayendo -a pesar del tiempo transcurrido, de lo que dice la lógica, y de lo que enseña la Historia- muchísimos economistas, entre ellos los conocidos como neochartalistas o seguidores de la “Moderna (sic) Teoría Monetaria” (MMT por sus siglas en inglés). Y es que, en contra de lo que parece querer afirmarse en la citada Real Cédula, la emisión de tales Vales no resulta inocua: es posible que no suponga una mayor carga fiscal sobre los súbditos del momento, pero ese mayor gasto tiene evidentes consecuencias respecto de los bienes y servicios disponibles en ese momento para el público, y las generaciones venideras sí sufrirán las consecuencias del exceso de gasto estatal financiado a través de Vales Reales –deuda, al fin y al cabo-, ya que cuando la deuda pública venza y el Estado la amortice, los tenedores de Vales verán aumentar sus disponibilidades de dinero (o medio de pago con el que se haya saldado la citada deuda), de modo que podrán gastarlos en adquirir bienes de consumo o de inversión existentes, restringiendo así su oferta disponible para el resto de sus ciudadanos.
Cosa distinta es que dichos Vales Reales se hubiesen emitido teniendo como “colateral” los metales preciosos –oro y plata- de la Real Hacienda en ultramar y que temporalmente no pudiese repatriar por causa de la guerra. Pero analizando las fuentes, ese no parece que fuese el caso; de lo que se desprende de la citada Real Cédula, y, sobre todo, de los escritos de los Ministros y financieros de la época es que, para los actores de la época era evidente, en primer lugar, que la Real Hacienda necesitaba financiación para la guerra (recordemos que la guerra de 1779 era por la independencia de las 13 Colonias americanas, en alianza con Francia y como consecuencia de los Pactos de familia, es decir, ni siquiera se trataba de una guerra cuyo centro estuviese en el corazón de Europa); y, en segundo lugar, y como consecuencia de la guerra, se habían frenado las remesas de oro y plata que venían de las Indias (no sólo de la Corona, sino también de los “mercaderes”, tal y como señala la Real Cédula citada), de manera que la oferta dineraria (de oro y plata) en la Península era inferior, según se pensaba, a la demanda, lo que aconsejaba utilizar los citados Vales Reales no sólo como vehículo para financiar la guerra, sino también como medio de cambio para evitar esa descoordinación entre oferta y demanda. De esa manera, se creía, se solucionaban los dos problemas.
La realidad es que se emitieron 16.5000 Vales de 600 pesos, a cambio de 9.000.000 de pesos, en dinero efectivo o en letras cobrables en la misma especie, en el término de 20 años, con un interés anual del 4 %, debiendo los Vales ser admitidos por las cajas públicas como pago de contribuciones o de cualquier deuda o crédito contra la Real Hacienda, y por el comercio al por mayor como dinero efectivo, según su valor nominal más el interés acumulado, exponiéndose, quienes no lo aceptasen o lo desacreditasen a una pena de expulsión del reino, sin poder volver a comerciar con él.
Vemos, por tanto, como señalábamos al inicio, la forma en la que la Real Hacienda emite, para financiarse, una serie de Vales, a cambio de “dinero efectivo o en letras cobrables”, obligando a que los mismos fuesen admitidos para el pago de “impuestos”, así como a que fuesen utilizados por el comercio al por mayor (llegando incluso a establecerse penas para aquéllos que desprestigiasen los citados Vales).
A pesar de todos los esfuerzos realizados por el Gobierno, la excesiva emisión de Vales (además de la emisión inicial de 9.000.000 de pesos, el 20 de marzo de 1781 fue precisa una segunda emisión, de 5.303.100 pesos, para seguir financiando fuertes desembolsos de guerra), en relación con las capacidades financieras y recaudatorias de la Hacienda, unida al desfavorable desarrollo de la guerra, hicieron que los mismos se desacreditasen hasta el punto de llegar a venderse por el 22 por 100 de su valor.
A la vista de la imposibilidad de solucionar los problemas con la citada medida, el propio Cabarrús presentó, el 12 de octubre de 1781, un proyecto detallado para la creación de un Banco, lo que se llevó a cabo el 15 de mayo de 1782, fecha en la que Carlos III envía al Consejo Real una Cédula por la que se constituía el Banco Nacional de San Carlos, establecido bajo “protección real”, pero de propiedad privada[1] (Seguro que a Rothbard, gran estudioso de la Reserva Federal americana, le sonaría la historia).
Sobre el Banco de San Carlos y la figura del banquero en la época
Es muy gráfica la descripción que del prototipo de “banquero real” de la Edad Moderna hace Cristóbal de Villalón y que recoge Carande:
También hay algunos mercaderes, especialmente alemanes y genoveses, que dan a cambio a señores y príncipes, con los cuales hacen grandes partidas a tanto por ciento, sin más condiciones. Y los dineros que así dan a cambio, porque son de gran cantidad, acontece que no los tiene todas las veces el mercader que los da, y tómalos a cambio de otros mercaderes, para darlos a los príncipes, porque con el crédito que tienen pagan mucho menos interés de lo que después ellos llevan a sus príncipes. De manera que para dar a cambio, toman a cambio, y lo que llevan a los príncipes de interés es mucho más caro de lo que usan llevar a otros mercaderes. Y así, con interés de príncipe, han enriquecido muchos mercaderes, y de lo que así dan a cambio a los príncipes, toman términos y plazo para haberlos de cobrar, dentro de cierto tiempo, de las rentas y servicios de los príncipes. (Carande, 1977).
Vemos, por tanto, que la figura del banquero no era algo nuevo, y había surgido espontáneamente en la sociedad, precisamente para cumplir una función social: ejercer de intermediario financiero, conectando a ahorradores e inversores de diferentes perfiles de plazo, riesgo y liquidez. Preferencia por la liquidez que podría explicarse como una