La unanimidad con que la Conferencia Episcopal Española se apresuró a avalar la profanación, llamada ahora resignificación, de una Basílica Pontificia Menor, como es el Valle de los Caídos, denota la gravedad del problema y la necesidad de mantener a la feligresía confundida, al temer y con razón que pueda convertirse en símbolo de una fe irrenunciable y de unos principios defendibles.
Si bien la connivencia en la profanación de la tumba del impulsor y creador de la Basílica, al que le deben todos los católicos españoles la vida y el patrimonio, fue farisaicamente ocultada por la resolución judicial del Tribunal Supremo; en el presente caso, era imposible soslayar el desvarío eclesial de sentarse a negociar que los mercaderes se instalen en el templo y conviertan la casa de Dios, en patio de Monipodio. ¡La nueva teología en piedra labrada: para llegar al cielo hay que transitar por el infierno resignificador!
Tan esperpéntico proceder encuentra parangón en la historiografía de la Iglesia, época Inquisitorial y en el llamado “siglo oscuro del papado”, 877 de nuestra era, dónde se juzga, después de muerto, al Papa Formoso I. Elegido papa Esteban VI, antiguo rival de Formoso, se mostró complaciente y servil con el poder político del momento que le exigió la pública humillación del enemigo que tanto había perjudicado al actual poder. Aún muerto y enterrado en el Vaticano, no importaba, tenía que quedar clara la perfidia del difunto. Así se instruye, al inicio del año 897 y en medio de un concilio, el proceso dónde compareció la momia de Formoso I, sacada del sepulcro y revestida con sus hábitos pontificales, fue sentada ante el tribunal erigido en la basílica constantiniana. Obviamente la sentencia del conocido como “concilio cadavérico” fue adversa a Formoso I. Se le condenó a la degradación, despojándosele de todas sus insignias papales, que le fueron arrancadas a jirones, quedando al descubierto el cilicio que llevó en vida pegado a las resecas carnes. Todas sus ordenaciones fueron declaradas inválidas y se llegó a la suprema ignominia de cortarle los dedos pulgar, índice y medio de la mano derecha, con que solía bendecir. Y después de indecibles profanaciones, lo arrojaron al Tíber.
Pero la vida suele dar muchas sorpresas, sobre todo con quienes son indignos del lugar que ocupan y el Papa Esteban VI que permitió semejantes tropelías, terminó, un año después, depuesto y encarcelado. El felón acabó sus días estrangulado en prisión. En el año 898, un nuevo Papa, Teodoro II, convocó un sínodo romano que revirtió la sentencia y nuevamente el cadáver de Formoso I fue perdonado y sepultado en la Basílica de San Pedro, de acuerdo a su investidura papal, donde permanece hoy.
La enseñanza de la historia de la Iglesia, cuyos desafueros hacen comprender mejor la razón de su preexistencia, invitan a combatir la desesperanza, los temores y las tribulaciones. Los símbolos y hasta la propia fe, se pueden atropellar, pero no derogar. El sol que te ciega, no alumbra; la luna que no ves también impide ver las estrellas. La fe que no alumbra la inteligencia, pierde la consistencia, la razón y queda en mera apariencia. La Orden Benedictina que construyó Europa y llevó la fe a América no admitirá ser obligada a convivir en un establo de mercadería.
Con cuanta razón Marcos de Quinto señalaba: “el proceso de mutar algo sacro en algo profano se llama profanar, no resignificar. Y la acción de rendir el legado de quienes os salvaron la vida y la hacienda se llama traicionar cobardemente”. Haber preterido a la Iglesia martirial y triunfante por un relato mentiroso, una banal regalía de pecados capitales y exenciones fiscales, tiene funestas consecuencias en el orden moral y en la mística de la fe. Si la jerarquía eclesiástica de la Iglesia, Sr. Munilla, se comporta como una S.A. habrá que decidir si los católicos queremos ser accionistas
Quién sabe sí el sonido de las ovejas suplicantes en la oscuridad de la noche al ser sacrificadas, hace casi un siglo, o del pastor de Bárbate, pueda dejar de escucharse en los sueños profundos de los prelados que lo permiten, o no han hecho lo suficiente para impedirlo. El origen del mal puede residir en una psicopatía, como en la novela de Thomas Harris, metáfora de las victimas inocentes que da titulo al silencio de los corderos, pero también puede residir en una vida mundana y utilitarista, alejada de la verdad que nos hace libres e incomodos.
Con la apostasía de los pastores, avalando la desacralización de un símbolo de la fe y de una época martirial, mediante una cesión ignominiosa, vendrá la mariposa del silencio, la carpa dorada y las columnas de Salomón. Esas hermosas polillas que el entomólogo Moses Harris dijo de ellas en 1840: “Volando en las habitaciones durante la noche a veces extingue la luz, anunciando guerra, pestilencia, hambre, muerte al hombre…la bestia”
Ningún cordero cuidó y quitó todo el pecado del mundo. El cristianismo, agnus Dei, refiere a Jesucristo como victima ofrecida en sacrificio por los pecados de los hombres. Y el peor pecado, según la Biblia, es el del escándalo que atenta contra la virtud y el derecho, pudiendo ocasionar a su hermano la muerte espiritual. Adquiere una particular gravedad según la autoridad o la debilidad de quienes lo padecen. Esto dice Jesucristo, según San Mateo: ¡ay de aquel por quien viene el escándalo! Y si tu mano o tu pie te escandalizan, córtalos y échalos de ti. Dios perdona el pecado, pero no el escándalo. Los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados. El estafador engaña a la gente, pero a la larga perderá sus ganancias.
¿Alguien puede creer, en su sano juicio, conociendo la filosofía y modus operandi de Pedro Sánchez, maestro de la mentira y el doblez, que va a respetar lo firmado? Jamás nadie debe sentarse a negociar lo que no es suyo, con quien no conoce otra verdad que la del fin que justifica sus medios, y con quién no tiene otro objetivo que el de pervertir los símbolos, la historia, lo sagrado.
Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.