Verbos en peligro de extinción - Hub of Brands

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Cuando apareció el perro ladrando y corriendo hacia mí, de verdad que me asusté. Al girar la cabeza vi a una señora frenándole, diciéndome tranquila, no te va a morder, y yo preguntándome de dónde salieron, ella y el perro, de un sendero cualquiera del Valle Sagrado, a 4000 metros de altitud. En definitiva, de la nada. Y, allí, en 90 minutos aprendí lo que era desconectar del mundo de verdad.

Paula tendría unos 60 años de edad, pero eso no le impedía subir y bajar todos los días a recoger a sus nietos desde lo alto de la montaña. Me invitó a tomar un matecito a su casa rodeada de naturaleza, con 30 cuys, 8 gallinas, 4 perros, 4 vacas y una cocina que, en realidad, era un corral al aire libre rodeado de pilas de madera, montañas de choclo y algún tronco para sentarse. Y, aunque en mi imaginario esto se alejaba bastante de lo que es una casa, lo importante de esta historia no era la vivienda en cuestión, sino dónde se encontraba. La señora se había mudado de la aldea que se hallaba en las faldas de la montaña, porque quería alejarse de bullicio del pueblo, vivir al son de los biorritmos de la naturaleza, despertarse con la luz del alba y acostarse cuando manda el sol, depender de lo que le da el campo, y ser independiente del resto. Ella quería escuchar los pájaros, contemplar las estrellas, saborear el agua del río sin fecha de consumo preferente. Ella me habló de que no quería trabajar para vivir como hacía mucha gente del pueblo, y cómo acercándose a la naturaleza había aprendido a vivir de nuevo: parar, transitar y florecer. Parar para plantar, transitar por el proceso y florecer recogiendo lo que has producido.

Quizás nadie se pregunta de dónde sale el maíz, cómo se siembra, cultiva y seca. Del desbroce de las malas hierbas, la fertilización de los campos, el riego, la recogida de excrementos, la comida de los recolectores al terminar su jornada, y el último viaje a por más agua para la era de arriba. Y quizás no nos reconozcamos en este proceso, pero sí en el día a día de un trabajo que, en muchas ocasiones, terminamos haciendo en piloto automático.

La señora me habló de la magia del proceso, no solo de parar. Del paréntesis, de lo que ocurre entre A y B, de la acción desencadenante cuando paras: pensar, recapacitar, aburrirte, saborear, contemplar, relamerse en un instante, atender, apreciar. Verbos que están en peligro de extinción por desuso. La importancia de parar no es desconectar, es reconectar con un léxico y con un mundo que no somos capaces de apreciar en la vorágine del día a día y rescatarlo para la vuelta al trabajo. Desde degustar el sabor a leche que hay detrás del helado a apreciar el momento de cuando tu piel se está empezando a ponerse roja y es hora de irse.

Aquel día me pegué un buen susto. Sin embargo, detrás del miedo aprendí que el sentido de parar no es la pausa, sino la acción que la prosigue. Ese fue mi mayor aprendizaje y es mi mejor recomendación: Tener un verano repleto de verbos en peligro de extinción.

Lorena Garrido

Recapiti
Beatriz Oses