La carretera por la que vamos es una recta larguísima y transitada que parece interminable. El día está nublado y Ángel Chifundo, mi conductor, que no habla mucho, creo que configuró el aire acondicionado en modo glaciar. El recorrido, sin embargo, no dura más de tres horas desde el lugar en el que me recogió, el Aeropuerto Internacional de Tocumen, uno de los más transitados del continente, ubicado a unos diez kilómetros de la Bahía de Panamá, en el Océano Pacífico.
Nuestro destino está en el otro extremo, en el Mar Caribe. Son las posibilidades que ofrece un país bisagra como Panamá, privilegiado geográficamente por su capacidad para conectar. Así que, cruzando de oriente a occidente, ya en la Provincia de Colón, tomamos un desvío por el corregimiento de Sabanitas.
Ahora, por una vía más estrecha y llena de curvas, aparecen unos caseríos que se intercalan con iglesias cristianas. La fe parece la franquicia mejor establecida en la zona. Pero a pocos metros la montaña, la selva y el mar se hacen más protagonistas. Una hora después de pasar por Sabanitas, aunque no se ve mucho movimiento, Ángel se detiene.
Afuera del carro, aunque caen gotas, debemos estar a unos 27 grados. A un lado se alza una montaña con un bosque tropical espeso. Al otro, el mar Caribe: es la Bahía de Portobelo.
Hace calor húmedo. Hay casas pintadas de colores vivos. Casas verde lima, vinotinto, rojo y azul. Casas de una planta con terrazas en las que se ven residentes mirando pasar. Lotes ocupados por la maleza. Casas de campo turísticas, rústicas, de varios pisos, con vista a la Bahía y a las ruinas de un fuerte. Casas hechas con más entusiasmo que precaución estructural. Casas con el segundo piso a medio hacer. Casas abandonadas, ocupadas por la vegetación. Casas separadas unas de otras, formando pequeños callejones. Casas escondidas en la montaña. Callejones que se pierden entre la espesura.
Parece como si, desde cierto punto, se pudiera ver el principio y el fin del pueblo. Pero es un engaño de continuidad espacial. Con unos 5.000 habitantes, Portobelo es un pueblo enclavado entre la montaña y el mar, erigido por cimarrones que hasta el sol de hoy levantan su propia bandera que no es roja como la de Panamá, sino blanco y negro, y que, a decir verdad, acoge también un conjunto de prácticas que son memoria, burla y grito triunfante sobre los restos de un proyecto colonial cruel y fallido. Son las banderas de la cultura congo.
Llegamos justo a la hora del almuerzo y nos reciben Rui Dinis, -portugués, radicado en el pueblo hace más de 10 años, director de la Fundación Bahía de Portobelo-, y Jairo Esquina, percusionista nacido en Portobelo, profesor de la cultura congo, músico de La Escuelita del Ritmo, ocasional rapero y exjugador de fútbol juvenil del DAU (Deportivo Arabe Unido).
Vamos para Casa Sandra, un espacio cultural/hospedaje en el que nos esperan los integrantes de Bejuco, agrupación musical de Tumaco. Ellos, oriundos del Pacífico colombiano, llegaron la noche anterior después de un concierto en Cali.
—¿Qué es la cultura congo? Le pregunto a Jairo un rato después de que nos presentamos y me hace chistes sobre el silencio de Ángel.
—Ahora te cuento con calma.
A unos metros de la casa cultural, en una de las construcciones a medio hacer, hay un mural que tiene pintada una máscara tribal negra. Sobre ella trae la frase:
“De tanto bailar comenzó la música”.
En la Casa del Congo
A Portobelo llegamos desde Colombia, contra los pronósticos climáticos y migratorios, un equipo de casi 15 personas encabezado por los músicos de Bejuco; el productor al frente del proyecto Discos Pacífico, Diego Gómez, y un grupo de producción, gestión y realización de contenidos. Venimos a buscar el sonido de los dos mares: a que Bejuco y los miembros del proyecto Escuelita del Ritmo de Portobelo hagan música juntos.
De Bejuco se alistaron para viajar Juan Carlos Mindinero “Canquita”, director musical; William Martínez, vocalista; Camilo Méndez, tamborero y baterista; Camilo Marquínez, marimbero; y Edwin Jiménez, fundador de la agrupación e intérprete del bombo.
Todos ellos, menos Edwin, quien se quedó con la maleta hecha porque se le vencía en unos días el pasaporte, nos esperan para almorzar en una larga mesa situada en el patio de Casa Sandra, una construcción de dos pisos, fachada naranja, a la que se entra por un pequeño callejón lleno de pinturas congo y que mira a la Bahía.
Intercambiamos saludos, comemos mariscos, arroz con coco y, sin planearlo, nos acomodamos como si se tratase de posar para La última cena. No nos miramos los unos a los otros, miramos al mar. La vista lo amerita. Al lado derecho se ven las ruinas del fuerte San Jerónimo con sus viejos cañones para defenderse de los piratas y bucaneros intactos. Al frente, cruzando el mar, una montaña que cierra la bahía como una herradura perfecta.
Los Bejuco, cargados con cununo, guasá y marimba, hacen la digestión cantando y tocando. Camilo Marquínez, el más silencioso de la banda, toca con la mirada fija en la marimba, creando ritmos como si cada tanto se le presentara una visión. Camilo Méndez toca una base de tambor y Jairo se une y prueba con otro cununo.
William guía el Jam del atardecer con su voz. Empiezan a circular viche y cerveza. Pasado un rato también aparece más gente y, en la mesa, una botella de Seco Herrerano, producto de Panamá.
—Te vas a ir a la verga. Me dijo quien me sirvió el trago de ese ron local.
Entre canción y canción, William, sonriente como casi cada segundo que lo veo, alza su botella y la muestra a los demás, como haciendo un brindis. Los locales son precavidos con el viche. Los turistas no lo somos tanto con la cerveza Balboa.
“Mira la tormenta que está llegando / A la orilla / A la orillita llega”.
Canta William cuando llueve más duro y se hace noche. Los demás lo seguimos, con un ritmo más torpe y nos unimos a la fiesta. Unos bailan. Otros preguntan por los instrumentos que lleva Bejuco.
—”Ayoiiii”. Interviene William cada tanto con un canto penetrante. Rui lo imita.
A esa forma onomatopéyica de cantar se le conoce como chureo. “Ayoiiii”, gritado, de forma aguda, puede ser tanto el motivo de una canción como el grito que ejerce un vecino en Tumaco para llamar a alguien que está lejos. Tiene la técnica precisa para alcanzar mayor distancia. Es como el canto de un pájaro.
Quizá ese fue un llamado trascendental a la fiesta, porque cuando cayó la noche éramos más de 20 personas alrededor de la mesa, cantando y viendo la lluvia caer.
Jairo, que había probado con el cununo, trae del estudio de La Escuelita del Ritmo sus tambores para acompañar a Camilo: aparecen un repujador y un pujador. Los tambores congo. Enfilados de medio lado, viendo al mar, tocan y se acoplan. Se conocen componiendo canciones.
Pasado un rato Ricard, electricista, y Gilberto “Titi”, baterista de La Escuelita del Ritmo, se unen a la fiesta. Con ellos llega William Callender, profesor de bajo y director musical de la Escuelita, también se une al jam. La mañana siguiente, William me explicó en términos musicales lo que ocurrió esa noche.
—Una de las primeras cosas que nos conectó, además de la identidad y la espiritualidad, de Jesús Nazareno, es que los toques de tambor siempre son parecidos, y si no son parecidos, hay un sentido rítmico que nos hace siempre entrelazarnos, porque, si lo puedo decir musicalmente, también son cuatro y seis. Hay un cuatro y un seis. Diferente, te diría, porque los mares nos separan un poco y hay un golpecito u otro que cambia. Pero lo demás es como que, nunca nos vimos, pero siempre fuimos familia.
El origen
Es casi mediodía, hace sol y suenan tambores. Estamos en la calle que da ingreso a la antigua Casa de la Aduana, la edificación colonial mejor conservada de Portobelo, ubicada junto a la entrada a las ruinas del fuerte San Jerónimo. Hay dos personajes con disfraces que se nos acercan bailando. Sus cabezas son como una flor gigante y aterradora que parece a punto de atacar. Uno está vestido de negro. Otro tiene manchas rojas en su traje. Son los diablos.
Detrás de ellos, cuatro mujeres con vestidos de colores vivos cantan y tres hombres tocan el tambor. Hay otros dos personajes, que tienen cascabeles en los pies, que bailan y se revolotean por la calle. Sus cabezas son como las de un pez, pero tienen plumas en la punta. Son los pájaros. Alrededor hay unos 40 turistas que toman fotos y graban videos.
Los diablos atraen a algunos turistas. Algunos se unen e intentan bailar. No deberían. Estamos ante una muestra del baile congo, una ejecución músico-teatral que representa con gracia festiva la historia de los negros esclavizados durante la colonia.
Los diablos son los amos, que simulan dar latigazos a los congos, los demás participantes del baile, que ejecutan un bailecito corto, con un pie delante del otro, haciendo alusión a la época en la que bailaban con una pierna amarrada a los grilletes. En tiempos de la colonia eran una práctica liberadora. Los pájaros son la representación de quienes avisaban que los amos estaban por volver.
Actuaciones como estas han sido inventariadas como “prácticas rituales y festivas de la Cultura Congo de Portobelo” por la Unesco en su declaratoria como Patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.
En algún momento, entre los siglos XVI y XVIII, la Bahía de Portobelo fue un punto estratégico de interés militar y comercial para los españoles. Por allí pasaba todo el oro proveniente del Perú para ser cargado y saqueado. La zona, de paso, se convirtió también en un puerto receptor y mercado de personas esclavizadas provenientes de África.
Sin embargo, el asedio de piratas y bucaneros en la bahía, en ocasiones aliados con las personas esclavizadas, sumado a las gestas de los cimarrones como Domingo Congo, que establecieron pueblos libres en palenques en las montañas, hicieron que el puerto fuera perdiendo importancia para los colonos y que se tuvieran que desplazar a otras costas.
Portobelo es, como el palenque de San Basilio (hoy en territorio colombiano), uno de los primeros pueblos libres de América. Y el resultado de sus estrategias de resistencia y liberación fue la cultura Congo. Jairo la describe así:
—Es un baile afrocolonial y una cultura ancestral que viene de África. Cuando fueron traídos los esclavizados del Congo, Guinea y muchos lugares más, ellos dejaron este despliegue, pero era una danza que crearon como forma de rebelión con los españoles. Se hablaba sarcásticamente, o al revés, para burlarse de ellos. Utilizaban piel de animal, ropas que eran cedidas por los amos, se pintaban la cara y crearon su propia danza y su propio acento. Ellos dejaron esas ideas entre nosotros que hasta el sol de hoy la hemos mantenido.
En últimas, lo congo hace referencia a todas las prácticas creadas por los esclavos que los cimarrones mantuvieron vigentes. Es una construcción contingente, con elementos de los más de 15 reinos y grupos étnicos africanos que, se sabe, terminaron conformado una nueva población en Panamá. Pero cuyo origen ha sido tachado.
Su forma de subsistir y resistir, y a la forma que le dieron a su experiencia, con todo lo que abarca, es hoy considerado congo. El término designa tanto el muralismo como la música, el baile o el lenguaje. Es el producto del recuerdo de reinos sin nombre, de sus anhelos de libertad.
Los días siguientes nos veremos en el estudio. Después, viene Tumaco. Este es un viaje que conecta las experiencias de Portobelo con las de Tumaco, el Pacífico con el Caribe. El sonido que buscamos apenas está llegando a la orilla.