Un cuadro de la Purísima de Zurbarán ha llegado a Tudela, gracias a un préstamo del Museo del Prado. Entre todas las noticias, esta tiene un brillo especial, como un regalo inesperado.
Zurbarán pintó esta Inmaculada el año 1635, en tiempos del barroco, cuándo los frutos del siglo de oro se iban marchitando pero aparecieron de pronto Quevedo, Góngora, Calderón y, desde luego, Velázquez. Era una época de hastío y decadencia, tal vez como ahora, aunque en ésta no se nos han dado esos genios.
Zurbarán fue un joven prodigio y un pintor religioso, que era el tema obligado, pero que siempre permite tratar otros -el cuerpo humano, el paisaje, la luz, el color- que se cuelan de rondón y él tenía pasión por pintar los pliegues de un hábito, los ropajes, los tapices, lo que cubre y se desmaya, los envoltorios que parecen a punto de desvelarnos algo, pues el ropaje en realidad realza lo oculto, le da misterio.
También la Virgen que ha llegado a Tudela tiene un impresionante juego con sus ropajes en azul y blanco y aparece extraída de su manto sobre un fondo dorado con ecos del Cantar, como “surgida del alba”.
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El tema de la Purísima fue recurrente en estos tiempos de contrarreforma, de cierre y hostilidad frente a Europa por temor al contagio de la herejía, que hizo que aquí se exaltara todo lo más propiamente católico: las procesiones, la eucaristía, la devoción mariana, el papado, todo lo que rechazaba la reforma de Lutero y había que defender a machamartillo.
Esta virgen de El Prado tiene algo muy luminoso y casi naif, inocente. Es distinta a las vírgenes de Murillo, más tenebrosas y su expresión arrobada es la de una mujer saludable, con los mofletes colorados, que recibe una luz muy potente y abre los brazos para acogerla, mientras apoya los pies sobre las cabezas de unos querubines.
Está llena de color y en cierto modo de alegría, de puro gozo. En la parte de abajo del cuadro se ve el tenue perfil de una ciudad que podría ser la vieja Tudela, imaginemos, como si un pequeño milagro hubiera hecho que se encontraran.