La mejor opción para Europa es hacerse cargo de su propia seguridad y defensa

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La mejor opción para Europa es hacerse cargo en mayor medida de su propia seguridad y defensa.

Resumen
Podría decirse que Europa se ha visto abocada al punto de inflexión geopolítico más complicado de las últimas décadas. Primero, la agresión de Rusia contra Ucrania y, ahora, el polémico enfoque del presidente estadounidense respecto a la resolución de conflictos que han hecho zozobrar un orden europeo, ya de por sí frágil en materia de seguridad, que había servido en gran medida para mantener la paz en el continente en los últimos 80 años. En este contexto geopolítico en rápida evolución, es posible que una Europa desnortada parezca más vulnerable que nunca.

En el análisis se argumenta que, frente a una Casa Blanca que ya no se limita a pedir que Europa “dé un paso al frente”, sino que se mantenga al margen en cuestiones existenciales como el futuro de Ucrania, los países europeos deben responsabilizarse cada vez más de su propia seguridad y defensa. Aunque el declive de la Alianza Atlántica no sea motivo de alegría, los dirigentes europeos deben trabajar con urgencia para reforzar el pilar europeo de la Alianza, amén de adoptar medidas de protección de su seguridad en caso de que surja un nuevo orden post-OTAN tras la reconfiguración geopolítica en curso.

Aunque no esté al alcance de inmediato, la visión de futuro para hacer realidad una Unión Europea de la Defensa debería animar y sustentar las deliberaciones actuales entre los países de la Unión Europea y sus socios. En el artículo se esboza un programa para Europa en ese sentido. Mientras tanto, no deben escatimarse esfuerzos para apoyar a Kyiv en esta coyuntura tan decisiva. El modo en el que se resuelva la guerra determinará el contexto de seguridad en el que quedará circunscrita Europa en los años venideros.

Análisis

Podría decirse que 2025 representa el punto de inflexión geopolítico más peligroso para Europa desde 1945. De hecho, podríamos estar presenciando los últimos días de los 80 años del orden euroatlántico que sirvió para proporcionar el periodo más prolongado de paz y prosperidad del continente. En 2022, la agresión bélica de Rusia contra Ucrania obligó ya a Europa a poner fin de forma abrupta a esas vacaciones autocomplacientes para reincorporarse al transcurso de la Historia y afrontar el regreso de la violencia interestatal a una escala que no se veía desde la Segunda Guerra Mundial. Y ahora, un gobierno estadounidense radical que parece haber declarado la guerra a todo lo que representaba Estados Unidos (EEUU) en el pasado podría estar asestándole el golpe de gracia a este periodo histórico.

En el par de meses transcurridos desde su llegada al poder, la Administración liderada por Trump ha lanzado una serie de ondas de choque a Europa: ha declarado sin ambages que Europa ya no es una prioridad estratégica para Washington; ha puesto en marcha un enfoque de transaccionalidad brutal en lo que atañe a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN); ha señalado con el dedo a Bruselas como un adversario en los ámbitos del comercio y la regulación, hasta el punto de que el presidente de EEUU ha afirmado que la Unión Europea (UE) “se creó con el fin de joder [sic] a Estados Unidos”; ha dado preferencia a los canales bilaterales con un grupo selecto de dirigentes europeos, al tiempo que se inmiscuía una y otra vez en la política interna de varios aliados tradicionales; y se ha enzarzado en un conflicto comercial con Europa pese a los denodados esfuerzos de Bruselas por evitar perturbaciones injustificadas de la economía transatlántica, considerado el mercado más grande y próspero del mundo.

No obstante, donde el nuevo derrotero trazado por EEUU puede haber tenido consecuencias de mayor calado es en lo referente al conflicto entre Rusia y Ucrania. En esta cuestión tan fundamental –en muchos sentidos, existencial– a la que se enfrenta Europa, la Administración Trump ha intentado imponer un cambio de rumbo inaudito. Al dejar de ver a Ucrania como un baluarte de la libertad, el presidente Trump ha dado marcha atrás, de forma caótica, pero con determinación, respecto al criterio del gobierno anterior, el cual se comprometió solemnemente a apoyar a Kyiv en estrecha cooperación con los aliados estadounidenses de la OTAN durante todo el tiempo que fuese necesario para negarle a Rusia cualquier recompensa destacable por su agresión no provocada. Lo que ha hecho la presidencia de Trump es situar el objetivo de poner fin a la masacre por encima de cualquier otra consideración, incluso pasando por alto la distinción básica entre víctima y agresor.  

Pese a que aún queda mucho por dilucidar sobre el enfoque de la Administración Trump hacia la guerra entre Rusia y Ucrania y su posible final, los aliados europeos de Ucrania y EEUU se muestran alarmados, y con razón, por las inclinaciones y actitudes generales del nuevo gabinete estadounidense hacia Europa y el mundo. Aunque el presidente Trump ha hecho gala de cierta propensión a revertir de forma abrupta las posiciones y políticas, parece difícil que cambien algunos elementos del planteamiento emergente en vista de que su entorno leal, y también amplios segmentos del Partido Republicano, los apoyan de todo corazón o prefieren no enzarzarse al respecto en un rifirrafe con la Casa Blanca.

El presidente Trump está llevando a nuevas cotas las actitudes desplegadas durante su primer mandato y, en la actualidad, ha hecho suya sin ningún pudor la política de la fuerza como principio operativo de la política exterior MAGA. El presidente estadounidense ha insinuado en repetidas ocasiones la voluntad de anexionarse o adquirir Panamá, Canadá y Groenlandia (en estos últimos casos, un aliado de la OTAN y el territorio de un aliado de la OTAN), en lo que supone un retroceso al estilo imperialista del siglo XIX. El mercantilismo es otro rasgo fundamental, desde la imposición de aranceles por igual tanto a socios como a adversarios hasta la intención de cerrar acuerdos económicos de auténtico expolio con países que no se encuentran en condiciones de oponer una resistencia fuerte, como es el caso de Ucrania. En la medida en la que se han utilizado sin tapujos la economía y las ayudas en materia de seguridad para chantajear y meter en vereda a aliados y asociados, hablar de “transaccionalismo” parece más bien un eufemismo a la hora de describir el enfoque supuestamente empresarial empleado por Trump.

El presidente estadounidense y su entorno tampoco parecen interesados en elaborar una política exterior basada en principios y fundamentada en aspiraciones de carácter normativo. Desde luego, no tienen ninguna intención de rendir homenaje a la “tradición liberal internacionalista” que, en un grado o en otro, lleva inspirando la política exterior de EEUU desde hace décadas. Esa política se basaba en la creencia de que la democracia y los derechos humanos son intereses estratégicos de Washington, por lo que la estrategia estadounidense debía consistir en defender y promover un “orden liberal internacional” (una idea ahora tóxica para unos conservadores estadounidenses que la asocian con el progresismo/liberalismo de su contexto nacional).

Por lo que atañe a la alianza transatlántica, vista tradicionalmente como el núcleo y el motor del orden internacional impulsado por EEUU, el gobierno estadounidense parece albergar sentimientos antieuropeos muy profundos. La vieja petición estadounidense de repartir la carga transatlántica de una manera más equilibrada –un argumento razonable que el presidente Trump ha defendido con más contundencia que ninguno de sus predecesores– no parece ser el único motivo que alimenta el antagonismo manifestado hacia Europa. Las fricciones transatlánticas actuales tampoco parecen deberse en exclusiva (ni principalmente) a un proceso de divergencia estratégica que se lleve gestando desde hace tiempo entre unos EEUU cada vez más centrados en la pugna contra China por la primacía mundial y una Europa en gran medida ensimismada que seguiría mirando al otro lado del Atlántico en busca de liderazgo.

Lo que parece más bien es que, en líneas generales, al presidente estadounidense y a sus asesores no les gusta Europa desde un punto de vista cultural y casi personal. Pese a que algunos dirigentes europeos pueden haberse ganado el respeto del presidente, como el británico Keir Starmer y la italiana Giorgia Meloni, parece que Trump prefiere codearse con caudillos poderosos de todo el mundo antes que cultivar con paciencia relaciones sólidas con el amplio abanico de líderes europeos elegidos de forma democrática. A diferencia de su primer mandato, en el que su gabinete estaba compuesto por una mezcla de adeptos MAGA y republicanos normales del establishment, el presidente estadounidense se ha reunido en esta ocasión de leales y ultraconservadores, el primero de ellos el vicepresidente J.D. Vance, deseoso de interferir en la política interna de los aliados europeos para apoyar a partidos nacionalistas euroescépticos, entre ellos el partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD).

De hecho, la crisis transatlántica actual también es una crisis del liberalismo y, en ese sentido, no sólo enfrenta a EEUU contra Europa, sino a las fuerzas liberales democráticas contra las filas antiliberales en todo el espacio transatlántico y en otros lugares del planeta. Los ideólogos que rodean al presidente Trump creen que la misión MAGA debe conllevar nada más y nada menos que una segunda revolución estadounidense. Están empeñados en impulsar una agenda radical que haga realidad unas prioridades ultraconservadoras, aunque para ello haya que recurrir a atajos autoritarios a nivel interno y cooperar con líderes de fuerzas antiliberales en la escena mundial, con el húngaro Viktor Orbán en una posición destacada en este momento entre los homólogos europeos afines a los EEUU de Trump.

Erradicar el “Estado profundo”, hacer retroceder las ideas woke (“progres”), renegociar o salir directamente de acuerdos multilaterales o fomentar el nacionalismo frente al globalismo no son más que distintas caras de la vengativa moneda de cambio que usan los partidarios MAGA para luchar contra lo que tachan de extralimitaciones liberales. En ese sentido, la separación de poderes y el equilibrio de poder internacional son dos de las víctimas del movimiento MAGA. No cabe duda de que Trump y su entorno imponen su agenda de America First sin tener en cuenta el orden internacional basado en normas. Las normas internacionales suelen verse como un impedimento para los intereses estadounidenses, se hace caso omiso de las instituciones internacionales por considerarlas organizaciones derrochadoras que carecen de legitimidad popular y, por último, se tolera mal el multilateralismo por entenderlo como una camisa de fuerza para el poderío estadounidense.

Las relaciones internacionales ya no se plantean como una pugna entre democracia y autoritarismo (rompiendo con la tradición, el discurso inaugural de Trump tan sólo mencionó la democracia de pasada en una ocasión), ni siquiera entre sistemas abiertos y cerrados, como había sido el caso con prácticamente todas las demás presidencias modernas. Las relaciones exteriores se entienden ahora como una serie de transacciones cuyo valor se evalúa otorgando una mayor importancia a elementos de la balanza comercial que a aspectos relacionados con el equilibrio de poder. Las afinidades importan, pero, en general, tienen más que ver con la química personal entre los líderes y con su proximidad ideológica que con las similitudes en el sistema político y el hecho de compartir unos valores democráticos.

Incluso la antigua noción de “Occidente” está siendo objeto de una reinterpretación radical como un concepto basado en la identidad, cuyos insólitos defensores son “patriotas” que luchan por la restauración en sus contextos nacionales correspondientes de un orden tradicional definido principalmente según criterios conservadores, religiosos e incluso etnocéntricos. De acuerdo con esta interpretación, Occidente se encuentra en estado de sitio –tal y como argumentó con vehemencia el vicepresidente estadounidense J.D. Vance durante la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2025–, y no tanto por el auge de los autócratas en todo el mundo, sino por la migración sin control, la expansión del multiculturalismo, la cultura woke, el globalismo y otros productos supuestamente derivados del liberalismo.  

En este contexto, el actual gobierno actual de EEUU menosprecia a la UE como ejemplo de un proyecto supranacional dirigido por élites que, en industrias clave como la tecnología digital, se ha mostrado hostil al capitalismo estadounidense. Pese a que todavía no ha aflorado una posición clara, la presidencia de Trump tampoco parece apreciar ya a la OTAN como la alianza de democracias con más éxito del mundo, ni como una comunidad de seguridad única desde el punto de vista histórico. En el mejor de los casos, la tolera como un acuerdo heredado que debe tener ahora un sentido comercial para Washington. Aunque la Administración estadounidense insiste en que Europa debe gastar más en defensa como una contribución necesaria para mantener el interés de EEUU, la impresión general es que se ve a los aliados europeos como una carga en sí mismos. Apenas se reconoce la rentabilidad de la inversión estratégica que llevó a cabo EEUU al respaldar la integración europea y la seguridad del Viejo Continente durante 80 años.

De hecho, la Administración Trump ha mostrado desde el principio un claro interés en rehabilitar la imagen del Estado agresor que el concepto estratégico más reciente de la OTAN designa como “la amenaza más importante y directa” para la seguridad europea y transatlántica: Rusia. En lo que representa un giro impactante, Washington y Moscú no sólo están tratando de dejar atrás las tensiones recientes, sino que están explorando un posible acercamiento que vaya mucho más allá de los “reseteos” intentados a lo largo de los años por parte de los distintos gabinetes estadounidenses. En una serie de movimientos abruptos no coordinados con los aliados de la OTAN, la Administración Trump se ha puesto en contacto con Moscú sin plantear condiciones previas, incluso a través de una sucesión de llamadas supuestamente amistosas entre el presidente Trump y el presidente Putin.

Aunque hay quien cree que el objetivo último de esta forma de proceder es debilitar el eje Rusia-China que no ha hecho más que reforzarse en los últimos años en un contexto de guerra, está por demostrar que la Administración Trump esté optando de forma deliberada y concienzuda por lo que se conoce como un “Kissinger inverso”. Esa estrategia requeriría implicar activa y ostensiblemente a los europeos, así como reorientar y reequipar la OTAN como una alianza anti-China, algo en lo que el nuevo gabinete estadounidense no parece estar centrándose, al menos por el momento. Una explicación más plausible puede ser que el presidente Trump y el presidente Putin compartan más que una mera relación personal. De hecho, parecen defender una visión del mundo similar. Al igual que Putin, Trump considera que las esferas de influencia son un hecho irrebatible de la vida internacional. Y del mismo modo que el hombre fuerte del Kremlin, el presidente estadounidense parece creer que la fuerza da la razón y que las naciones más pequeñas deben ceder ante los intereses de las grandes potencias.

Si el acercamiento entre rusos y estadounidenses sigue adelante –una apuesta arriesgada conociendo la política inveterada del Kremlin de equilibrio estratégico frente a Occidente–, no cabe duda de que la principal víctima directa sería Ucrania. Aunque las tensiones iniciales entre la Casa Blanca y los dirigentes ucranianos se han ido limando bastante, atrás quedan los días en los que se presentaba a Ucrania como un socio modelo, un país que defendía con heroísmo su soberanía y su futuro democrático, además de proteger los confines de la seguridad europea en nombre de Occidente. Tal y como quedó demostrado de sobra en el execrable intercambio entre el presidente Trump y el presidente ucraniano Zelenski en el despacho oval, ya no es sólo Moscú quien ha dejado de tratar a Ucrania como un interlocutor plenamente soberano, sino también el gobierno estadounidense. Es cierto que la Administración ha hecho un esfuerzo por escuchar a Ucrania tras haber debatido primero con Moscú sobre su futuro a espaldas de Kyiv, pero el valor que reviste el país de Europa del este para Washington, si acaso reviste alguno, se mide ahora en función de sus reservas de recursos naturales por explotar.

El presidente Trump está obsesionado con poner fin a la guerra con independencia de lo que le cueste a Kyiv, por lo que Ucrania corre el riesgo de verse forzada a aceptar un acuerdo muy desfavorable, con más razón ahora que tendría que negociar desde una posición de debilidad y no de fuerza. Por su parte, se considera que los aliados europeos de EEUU son actores secundarios a lo sumo, cuyo papel se debe limitar prácticamente a respaldar el acuerdo del presidente Trump y, como mucho, a ayudar a aplicar cualquier pacto al que se llegue. La Administración Trump se resiste a la petición de garantías directas de seguridad por parte de Ucrania y Europa. De hecho, ha insistido en el sentido contrario en que Europa debe colmar la brecha existente, en lo que suena más a una advertencia de que Washington está deseando desentenderse de Europa cuando acabe la guerra que a un afán de fortalecer de verdad a los aliados europeos en el marco de una ecuación de seguridad transatlántica de propiedad compartida.

Una agenda para Europa

Ante estas realidades tan cambiantes, se ha vuelto inevitable renegociar el pacto transatlántico que lleva décadas uniendo a EEUU y Europa. Con la presión procedente del este y ahora también del otro lado del Atlántico, los países de la UE deben tomar medidas urgentes para hacerse cargo por sí mismos de la seguridad y la defensa europeas y evitar así que Europa –junto con Ucrania– acabe formando parte del menú por el que se pugna en el plano geopolítico.

En ese sentido, incluso a pesar de la clara impaciencia de Trump por poner fin a la guerra en Europa con escaso interés por el resultado específico, los europeos deberían seguir insistiendo en una s

Recapiti
Emiliano Alessandri, Domènec Ruiz Devesa.