Pere Torres, consejero técnico del Institut Cerdà
A finales de marzo, las autoridades europeas nos sorprendieron con una petición: que nos dotemos de un equipo de emergencia para poder pasar 72 horas sin disponer de los servicios básicos habituales y sin ayuda externa. Los medios de comunicación lo trataron con profusión. La extrañeza fue generalizada; en algunos casos, incluso se detectó cierta conmoción.
Probablemente, parte de esta reacción se debe al contexto en el que se produjo el anuncio: la vigencia de la amenaza militar de Rusia y unos Estados Unidos que pretenden retirarse de la defensa europea. Ante este panorama, la Unión Europea quiere convencer a sus ciudadanos de que hay que incrementar los presupuestos de seguridad y las capacidades propias para hacer frente a conflictos bélicos.
De hecho, la medida está incluida en el plan de rearme que promueve la Comisión Europea. Quizás por este hecho, que es un foco inevitable de intensa polarización política, la opinión pública española, a pesar de decantarse mayoritariamente a favor de la medida, lo hace apenas con un 55%: un 10,4% dice estar muy de acuerdo y un 45% de acuerdo, según una encuesta del CIS.
Aun así, resulta más razonable valorar la propuesta al margen de los aires de guerra. ¿Tiene algún otro sentido disponer de un equipo personal –o familiar– de emergencia? La respuesta es afirmativa: efectivamente, lo tiene. En realidad, de trata de una práctica ya habitual en otros países. Lo es porque vivimos en un mundo cargado de riesgos: más allá de los geofísicos, como los terremotos, se multiplican los ocasionados por la actividad humana, que se complejiza y se interrelaciona cada vez más. Son de índole muy diversa: desde los derivados del cambio climático (lluvias torrenciales, inundaciones, olas de calor, incendios forestales de difícil control…) a los ligados con la digitalización (caída de sistemas esenciales, ciberataques…) o las pandemias, cada vez más olvidadas. No es necesario observar las amenazas bélicas o terroristas para reivindicar que nuestro mundo es una fuente de peligros potenciales que no deberíamos ignorar.
Conscientes de esto, hay una doble línea de actuación. Por un lado, las administraciones públicas tienen que dotar al país de capacidades de detección rápida, de respuesta y de recuperación; lo que denominamos fortalecer la resiliencia. Ahora bien, también hace falta que tanto los ciudadanos individualmente como las empresas, las escuelas y universidades… impulsen medidas de autoprotección. Es la combinación de ambos componentes –las capacidades públicas y las capacidades privadas– lo que puede hacernos superar con más garantías estas situaciones inevitables.
Es aquí donde debemos situar el equipo de emergencia. Además, es un planteamiento bastante razonable: la recomendación contempla disponer de agua y alimentos duraderos, dispositivos electrónicos básicos, medicinas, productos de higiene, linternas, pilas, hornillos de gas, navaja multiusos, extintor, documentación, dinero en metálico… No es un objetivo difícil. La misma encuesta del CIS mencionada anteriormente revelaba que, en España, el 33,2% de los ciudadanos dice que ya cubre estas contingencias y el 49,5%, que lo hace parcialmente.
Todo ello se inscribe en lo que la misma Comisión Europea ha bautizado como cultura de preparación. Aún así, la adquisición de esta cultura no es espontánea ni se puede delegar a la iniciativa de la ciudadanía: es imprescindible que los poderes públicos diseñen y apliquen una estrategia para que, sin causar alarmas ni desazones innecesarias, se informe y se forme a la gente, tanto en casa como en el trabajo o en el estudio, sobre los hábitos y las reacciones adecuados ante incidentes graves.
Conviene, pues, despojar de cualquier tono alarmista la petición de contar con un equipo de emergencia y transformar el anuncio en un recordatorio de la capacidad de autoprotección que deberíamos tener ante un futuro cargado de riesgos, una vía de minimizar su impacto y poder superar el contratiempo sin excesivas penurias.