El cerebro comienza a construirse desde el útero, pero es durante los primeros años —comenzando en la lactancia, etapa de máxima indefensión— cuando más profundamente se configura nuestra manera de ser emocional. Esto se debe a la complejidad del desarrollo cerebral, órgano que, al ser plástico y moldeable, permanece influenciable incluso hasta el final de la vida. Para su buen desarrollo, necesita cuidados constantes y sofisticados.
Resulta imposible que la alimentación, el ambiente social y muchos aspectos de la vida familiar y extrafamiliar no conlleven errores. Al aceptar este hecho, podemos afirmar que el ser humano se ve obligado a desarrollar defensas y poner en marcha mecanismos de supervivencia, la mayoría de ellos inconscientes, como componentes de su carácter.
Estos mecanismos pueden observarse desde fuera como comportamientos normales, o bien como manifestaciones obsesivas, neuróticas o psicóticas, incluyendo la psicopatía, el carácter narcisista y otras configuraciones de personalidad. En todo caso, se instauran sistemas de defensa que el infante desplegará de por vida ante fallos o carencias ambientales que moldearon su desarrollo.
Desde esta perspectiva, es necesario retroceder hasta el origen para comprender qué es el narcisismo, sus grados, intensidades y variantes. El narcisismo es, en esencia, un conjunto de estrategias de supervivencia. Por ello, resulta complejo y, en ocasiones, peligroso relacionarse con quienes lo padecen. Bajo este síndrome psicológico habita un ser débil, emocionalmente poco desarrollado, que necesita sentirse superior y percibe a los demás como inferiores. Incluso llega a aburrirse de ellos.
Todos amamos como hemos sido amados. Quienes fueron amados escasamente o de forma deficiente desarrollan una coraza para no revivir esa dolorosa sensación de inferioridad y vulnerabilidad. En los casos más extremos —cuando la violencia, aunque no siempre explícita, forma parte del entorno— se generan lágrimas tempranas, impotencias profundas y se siembran semillas de ira, tristeza, envidia, hipocresía y venganza. Estas emociones, ocultas a la conciencia, pueden ser el origen de incendiarios, ladrones, tiranos y dogmáticos.
Las experiencias vividas, positivas o frustrantes, moldean el carácter. En algunas personas, este desarrollo insuficiente genera un temor visceral ante cualquier idea o propuesta que las cuestione. Siempre esperan ser vistas como superiores, y si eso no ocurre, se cerrarán, contraatacarán o tergiversarán lo que oyen o ven. Temen que alguien les muestre un espejo real de su mundo interno, ya que ello derrumbaría sus estructuras defensivas y los devolvería a la infancia carencial en la que levantaron su muralla.
Estas estructuras sostienen al narcisista: le permiten parecer cuerdo, seductor y manipulador. Son modos de mantener distancia y control sobre los demás. Poseen talento, sí, pero orientado a su propio beneficio. Cambian de opinión con facilidad porque no se comprometen ni siquiera con sus propias ideas. Su único horizonte es una grandiosidad que compensa un íntimo sentimiento de soledad. Cuando acceden al poder, esta necesidad puede convertirse en una adicción.
El narcisista posee una inteligencia de supervivencia —una astucia casi animal— que evita desperdiciar energía en la cultura o la ciencia. Toda su vida interior gira en torno a estrategias de ascenso personal, de representación en el teatro social. Teme a sus rivales, pues hay en él un fondo paranoico que lo impulsa a controlar todo obstáculo potencial.
Como Narciso, cuando se mira al espejo solo ve sus méritos. Puede, incluso, eliminar simbólica o materialmente a sus competidores, tal como hicieron líderes que eliminaron a sus rivales políticos. En pequeños grupos, se convierten en redactores de rumores destructivos, siempre al margen de lo común.
Incluso con las modernas “máquinas de la verdad”, no podrían reconocer este embrollo interior. La depresión latente y su profunda fragilidad revelan un vacío que no saben llenar. Por eso dedican su vida a esconderse tras apariencias: bienes, poder, adornos, dinero. Son expertos en detectar debilidades ajenas y controlan su entorno para ajustarlo a su visión. Como Narciso, buscan su imagen y viven para ella. En Financial Times se trató la actual plaga de narcisistas en jefaturas de Estado. El articulista señalaba que inspiran temor y resultan inabordables debido a su desmesurada ambición.
El encuentro con una personalidad narcisista genera en nuestro cerebro una respuesta ancestral: inmovilización. No nos sentimos escuchados; somos blanco de descalificaciones, violencia o astucia.
Algunos colectivos han aprovechado esta dinámica para desmontar valores fundamentales como el compromiso, la responsabilidad o la ética, construyendo una sociedad narcisista, infantilizada, centrada en derechos, pero ajena a valores y responsabilidades: todo lo que generaciones anteriores construyeron como cultura y civilización.
Una mujer narcisista, abandonada por su padre, expresa su resentimiento y rabia bajo el discurso de justicia contra el patriarcado, o el heteropatriarcado. Pero, en el fondo, desea la desaparición simbólica del hombre.
El narcisismo presenta múltiples rasgos. En algunos casos, estos pueden adquirir tintes perversos o psicopáticos, ajenos a la empatía. El sentimiento de culpa les resulta extraño: son los candidatos ideales para el lema «el fin justifica los medios». Su deslizamiento hacia la psicopatía es posible porque no sienten los valores: solo los proclaman.
Parecen “ir a su bola”, como un autismo adulto cargado de violencia latente. Combinan normalidad y arrogancia, destructividad y perversión. Como se sienten inocentes, pueden seducir, someter y silenciar. Una pequeña ofensa puede convertirse en una venganza futura. Cuestionarlos implica el riesgo de ser atacado.
El síndrome narcisista está latente en casi todos. Se activa con el poder, el dinero, el cargo, las fantasías de superioridad o el sentirse portavoces de la verdad. En algunos casos, esta tensión interna se manifiesta como el llamado síndrome del impostor: una sensación vaga pero persistente de no estar a la altura.
Aunque apenas asome a su conciencia, puede ser una señal de que su aparente seguridad se tambalea ante cualquier intento de cuestionamiento. Por eso, el narcisista procurará mantener un entorno donde nadie lo confronte ni lo invite a reflexionar. Esta necesidad constante de reafirmación refleja una carencia profunda de inteligencia intrapersonal: la capacidad de conocerse y comprenderse a sí mismo.
Una terapia bien conducida por un profesional con sólida formación y amplia experiencia vital puede ayudar a la persona a iniciar un proceso lento de exploración interna, capaz de revelar esa estructura de compensación que ha construido para protegerse. Este camino puede activar regiones emocionales poco desarrolladas del cerebro, siempre con el acompañamiento del terapeuta. Sin embargo, como ya hemos visto, este proceso exige una fuerte determinación por parte del paciente, lo cual lo hace poco frecuente.
Las conductas problemáticas, los extremos fanáticos, los delitos o las adicciones han sido investigados durante más de un siglo y comparten un origen común: las múltiples influencias que cada persona ha recibido desde el inicio de su vida. La inmadurez emocional de estas personas, que tanto nos afecta como sociedad, se gesta desde el nacimiento y continúa en las etapas posteriores, porque nuestro sistema emocional es altamente plástico y vulnerable.
El ser humano teme lo que desconoce de su interior, y por eso se pierde los enormes beneficios de una terapia bien dirigida.
*José Antonio Rodríguez Piedrabuena es especialista en Psiquiatría y Psicoanálisis, y en formación de directivos, terapias de grupo y de pareja.