La Unesco consagra Carnac, el mayor conjunto megalítico del mundo

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En un rincón de la Bretaña (Francia), donde la tierra respira historia y el mar marca el ritmo del paisaje, los alineamientos de piedras milenarias han sido por fin reconocidos como lo que siempre fueron: un legado excepcional de la humanidad con más de 7.500 años de historia. Los megalitos de Carnac y las orillas del golfo de Morbihan entran en la lista de la Unesco, invitando a viajeros curiosos a adentrarse en un mundo donde las piedras cuentan historias sin necesidad de palabras

Garcés Rivero / Ilustración: Terabithia Media – Almudena Fdez. Sanandrés

El viento de Bretaña no arrastra palabras, arrastra siglos. Soplaba ya cuando los primeros humanos empezaron a levantar piedras enormes en mitad de la nada, sin más herramientas que la voluntad y el ingenio, sin más ayuda que la comunidad y la Luna. Hoy ese viento sigue allí, cruzando los campos de menhires de Carnac, rozando las rías del golfo de Morbihan, ondeando entre alineamientos que parecen partituras de un lenguaje olvidado. En la costa sur de la Bretaña francesa, donde el océano se cuela en la tierra formando un laberinto de aguas mansas y luz cambiante, la historia se ha trenzado durante milenios con las mareas. Las gentes de Carnac y del golfo de Morbihan han vivido entre la sal y la piedra, en un territorio donde se cruzaron navegantes, comerciantes y conquistadores, dejando un poso de memoria que aún late en los muelles, en los caminos rurales y en la forma pausada de mirar el horizonte.

Y ahora, al fin, la Unesco ha dado nombre universal a ese murmullo antiguo. En su 47ª sesión, celebrada en París, el Comité del Patrimonio Mundial decidió inscribir los Megalitos de Carnac y las orillas del Morbihan en la Lista del Patrimonio Mundial. La noticia no solo honra una herencia de más de 7.000 años, sino que redibuja el mapa cultural de Europa: por primera vez, Bretaña ve uno de sus paisajes entrar en la esfera de los bienes considerados de valor universal excepcional, junto a las Pirámides de Egipto, la Gran Muralla China o la Isla de Pascua.

Un mar de piedras y leyendas

Hay algo profundamente poético en caminar entre las 3.000 piedras verticales que componen los alineamientos de Carnac. No porque uno entienda su significado —nadie puede asegurarlo—, sino porque cada una parece ocupada en un silencio activo, como si esperara una pregunta. Dispuestas en hileras de 10 a 13, estas piedras se extienden durante casi 4 kilómetros entre los pueblos de Carnac y La Trinité-sur-Mer, configurando cuatro conjuntos principales: Le Ménec, Kermario, Kerlescan y Petit Ménec.

Pero este no es un museo a cielo abierto. Es un paisaje vivo, intervenido por ovejas que pastan para mantener la hierba a raya, por senderistas que cruzan con respeto, por el sol que proyecta sombras alargadas al caer la tarde. La experiencia es íntima. Uno no va a “ver piedras”. Uno va a escuchar un tiempo remoto.

Mané Kerioned © Arnaud Hellegouarch
Quiberon, Mehnir de la pointe de Guérite © Arnaud Hellegouarch
Erdeven, Alignements de Kerzhero © Arnaud Hellégouarch

Ingenieros del Neolítico

Del V al III milenio antes de nuestra era, las gentes que habitaron esta región no solo erigieron monumentos megalíticos de una escala colosal, sino que integraron sus obras con el entorno natural de un modo que hoy llamamos “paisaje cultural”. Cuando colocaron los primeros bloques de granito —menhir en bretón significa literalmente “piedra larga”— el mar estaba varios metros más bajo. El actual golfo de Morbihan era un estuario, y sus islas, cimas de colinas.

Estas comunidades neolíticas, organizadas y con una sorprendente capacidad técnica, se beneficiaron del comercio a larga distancia. Cambiaban bloques de sal por jadeíta de los Alpes o variscita andaluza, con la que fabricaban hachas rituales y collares de gran valor simbólico. Su riqueza y complejidad se intuyen en los objetos que hoy alberga el Museo de Prehistoria de Carnac: más de 3.000 piezas arqueológicas que documentan la vida cotidiana, el arte rupestre y las prácticas funerarias de una civilización sin escritura, pero no sin lenguaje.

Porque sus palabras estaban grabadas en piedra.

Terabithia Media Design
Locmariaquer, Le grand menhir Brisé © Fanch Galivel

Monumentos para detener el tiempo

Entre los hitos más sobrecogedores del conjunto destaca el gigante de Locmariaquer, un coloso de 20 metros y más de 300 toneladas que hoy yace fragmentado. Fue, probablemente, el mayor monolito jamás erigido por el ser humano en tiempos prehistóricos. A su lado, el dolmen de la Table des Marchands oculta un repertorio simbólico esculpido en su interior: báculos rituales, formas animales, grafías misteriosas.

Pero quizá el lugar más conmovedor sea la isla de Gavrinis. Se accede desde Larmor-Baden en un breve trayecto en barco —aunque en verano también zarpan ferris desde Vannes o Locmariaquer—. Allí, sobre un montículo artificial, se alza un cairn (túmulo compuesto de pequeñas piedras sueltas o hasta de elaboradas obras de ingeniería con forma cónica) que guarda en su corazón 23 estelas decoradas con intrincados motivos geométricos. Sus paredes parecen respirar arte antiguo. Gavrinis es, con justicia, apodado la Capilla Sixtina del Neolítico.

Belz, Dolmens du moulin des oies © André Polkowski

El lujo de lo esencial

En un tiempo donde el turismo muchas veces atropella lo que toca, Carnac y el Morbihan proponen otra forma de viajar. Aquí no hay prisa. Los itinerarios están diseñados para recorrerse a pie, en bicicleta o incluso en kayak. El GR34, conocido como el sendero de los aduaneros, recorre toda la costa bretona, pasando por cabos, faros, salinas y megalitos. Es un camino que permite respirar el lugar con el mismo ritmo que las mareas.

Y si bien hay visitas guiadas, centros de interpretación como la Maison des Mégalithes o el Museo de Prehistoria, la mejor guía sigue siendo el propio paisaje. En primavera y otoño, cuando la luz es más suave y el silencio más espeso, los campos se llenan de ovejas y de ese algo inefable que hace de Bretaña una tierra magnética.

Más allá del misterio

La reciente inscripción en la lista de la UNESCO no solo es un sello de prestigio. Es una promesa de protección y un desafío de futuro. Las autoridades locales y regionales han trabajado más de una década para lograr este reconocimiento, con el compromiso de gestionar el sitio con respeto y sensibilidad. El objetivo no es atraer multitudes, sino visitantes atentos, caminantes curiosos, espíritus abiertos.

Quien venga no encontrará respuestas, pero sí preguntas que merecen ser formuladas. ¿Por qué alinearon las piedras con esa precisión? ¿Qué creencias impulsaban aquellos trabajos titánicos? ¿Cómo era el mundo cuando aún no existían las ciudades, pero ya se alzaban monumentos?

Quizá nunca lo sepamos del todo. Pero al caminar entre los menhires de Carnac, al rozar con los dedos los grabados de la isla de Gavrinis o al dejarse llevar por el vaivén de una barca en el golfo, uno entiende que hay formas de conocimiento que no necesitan traducción.

Gavrinis © A Lamoureux

Información práctica

  • 🗺️ Sitio oficial: www.megalithes-morbihan.com
  • 📍 Accesos desde Vannes, Auray o Lorient. Las estaciones de tren conectan fácilmente con Nantes, Rennes y París.
  • 🥾 El GR34 es ideal para senderismo.
  • 🚲 Muchas rutas ciclistas señalizadas bordean los alineamientos.
  • ⛵ Visitas en barco o kayak a Gavrinis en temporada alta.
  • 🏛️ Museo de Prehistoria de Carnac y Maison des Mégalithes, abiertos todo el año.

Gentes de mar y piedra: la vida escrita en silencio

Antes de que llegaran los galos o los romanos, mucho antes de que se dibujaran los mapas de Europa, ya había comunidades asentadas en las costas suaves del golfo de Morbihan. Cultivaban la tierra, pescaban en las aguas tranquilas y celebraban la vida al ritmo de los astros y las estaciones. De ellos nos quedan apenas rastros, más allá de las estructuras megalíticas que aún se alzan como testigos. Pero su presencia modeló la forma de habitar este rincón privilegiado.

Con la Edad del Bronce llegaron nuevos pueblos, y más tarde, durante la dominación romana, la región fue integrada en la provincia de la Galia Lugdunense. Los romanos, atraídos por el valor estratégico del golfo como puerto natural, construyeron pequeños asentamientos, trazaron caminos y fomentaron el comercio de la sal, el vino y los metales. Aún hoy, en las inmediaciones de Locmariaquer y Auray, se pueden rastrear vestigios de villas romanas y calzadas que conectaban con Vannes, la antigua Darioritum, que se convirtió en un centro administrativo clave.

Migraciones celtas

Durante la Edad Media, la Bretaña se convirtió en refugio de migraciones celtas provenientes de las islas británicas. Así, Carnac y su entorno se vieron impregnados por la cultura bretona, que aún resuena en los nombres de los pueblos, en la lengua que todavía hablan los más mayores y en las leyendas que envuelven las islas del golfo. Monjes irlandeses fundaron ermitas en islotes recónditos, y se consolidaron aldeas de pescadores que vivían de la ostra, del bacalao y de un comercio marítimo modesto pero constante.

En los siglos siguientes, las gentes del golfo vivieron entre la tierra y el mar, protegidas de las grandes guerras por la orografía amable del territorio. Sin embargo, también aquí llegaron los ecos de las revoluciones: la bretona, la francesa, y más adelante, la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, que dejó su huella en búnkeres aún visibles entre los acantilados y playas.

Hoy, Carnac y el golfo de Morbihan han encontrado una manera de estar en el mundo que combina memoria y presente. Las comunidades viven del turismo, sí, pero también de la pesca artesanal, la ostricultura y un modo de vida marcado por la calma. En las mañanas de verano, los mercados se llenan de productos locales: mantequilla salada, sidra, galettes y mariscos que llegan directos de las bateas. Los niños aprenden a navegar casi antes que a andar, y las generaciones más jóvenes regresan a menudo tras estudiar fuera, atraídas por la armonía del paisaje y la fuerza invisible de un lugar que no ha dejado de ser hogar desde hace más de 6.000 años.

Aquí, en esta franja de tierra acariciada por el Atlántico, el tiempo no se detiene, pero sí parece caminar más despacio. Y es precisamente en ese ritmo sosegado donde sobrevive lo esencial: la memoria de las gentes que han hecho del mar, de la piedra y del silencio su forma de vida.

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