- Omán espera como un susurro antiguo que aún no ha sido contaminado por el ruido del turismo masivo. Es el destino perfecto para quienes huyen de lo evidente, para quienes anhelan horizontes abiertos, silencio real y una belleza que no necesita filtros. Frente a sus vecinos más ostentosos, este rincón de la península arábiga ofrece otra forma de lujo: el de lo auténtico, lo intacto, lo profundamente humano. Un viaje a Omán no se cuenta, se recuerda como se recuerdan los sueños verdaderos: con arena en la piel, luz en los ojos y calma en el alma.
Garcés Rivero / Terabithia Press
Muscat, la capital, es un remanso de serenidad moderna. No hay rascacielos que rompan el horizonte, ni autopistas que arrollen la historia. En su lugar, edificios encalados que reflejan la luz del sol y una planificación urbana que privilegia la armonía con el entorno. La Gran Mezquita del Sultán Qaboos, con su cúpula dorada y su inmensa alfombra persa tejida a mano, acoge al visitante en silencio, como si el mármol y la espiritualidad se fundieran.
En la Corniche de Mutrah, la vida late al ritmo de los barcos que regresan al puerto y los comerciantes que ofrecen dátiles, tejidos y cerámicas. El zoco —auténtico, aromático, laberíntico— es una cápsula de tiempo donde conviven el incienso, el café con cardamomo y la sonrisa de quienes lo habitan. Y sin embargo, más allá de las postales orientales, Muscat se revela como una ciudad que apuesta por un turismo consciente: paneles solares, coches eléctricos, desalinizadoras eficientes y una incipiente red de transporte público sin emisiones.
El mar es parte de esta identidad: el golfo de Omán regala excursiones en dhow tradicional al atardecer, y las playas —como Qurum o Al Bustan— son espacios donde aún puedes caminar solo con las gaviotas. Bajo el agua, arrecifes de coral, tortugas verdes y delfines giran en torno a reservas protegidas que el país cuida con esmero, como las islas Daymaniyat, declaradas zona de conservación marina.
Tierras de fuego y silencio: el hechizo del desierto y la montaña
Nada prepara al viajero para la vastedad del desierto de Wahiba Sands. Las dunas cambian de color con cada hora del día, y en los campamentos beduinos el lujo se mide en silencio y estrellas. Dormir bajo una tienda tejida a mano, compartir un pan de fuego con los nómadas y escuchar historias bajo la vía láctea es una de las experiencias más humanas que Omán puede ofrecer.
Pero más allá de las arenas, las montañas hablan con voz propia. El Hajar, que recorre el norte del país como una columna vertebral de roca, esconde oasis colgantes, aldeas de adobe y caminos antiguos de caravanas. En Jebel Shams —la montaña del sol— el aire es limpio y la mirada se pierde en un abismo que los locales llaman “el Gran Cañón de Arabia”. Los senderos se abren entre terrazas cultivadas, pueblos de piedra y acantilados que parecen flotar sobre el desierto.
A poca distancia, el wadi Ghul y el wadi Nakhar invitan a caminar junto a riachuelos cristalinos que surgen entre la roca. Son regalos inesperados de una tierra aparentemente seca, donde la vida brota en las gargantas con una belleza feroz. Estas rutas, hoy conservadas y señalizadas, forman parte del plan nacional para el ecoturismo: un modelo que busca preservar sin sobreexplotar.
Donde fluye el agua: wadis, palmerales y arquitectura escondida
Omán es un país que ha sabido domesticar el agua sin rendirla. Los falaj —sistemas de irrigación milenarios que canalizan manantiales de montaña— siguen funcionando como en tiempos de los antiguos imanes. Declarados Patrimonio Mundial por la UNESCO, estos canales son símbolo de cooperación comunitaria, una herencia viva que se transmite de generación en generación.
Wadi Shab, Wadi Tiwi o Wadi Bani Khalid son ejemplos de lo que el agua puede hacer cuando serpentea entre montañas. Las piscinas naturales de turquesa, rodeadas de acantilados rosados y vegetación exuberante, ofrecen no solo un baño sino una meditación. Llegar a algunas de ellas requiere caminar, trepar o incluso nadar por estrechos pasillos de roca, lo que las convierte en aventuras íntimas.
En el interior, los palmerales de Al Hamra y Misfat Al Abriyeen muestran una arquitectura orgánica: casas construidas con barro y piedra, adaptadas al calor, a la sombra y a los ritmos del agua. En estos pueblos, cada casa, cada escalera y cada tejado parece tener alma. No hay artificio, solo sabiduría ancestral convertida en diseño.
Un pasado que vive: fortalezas, incienso y nuevas generaciones
Omán no es una escenografía. Es un país que respira su historia con orgullo sereno. Las fortalezas de Nizwa, Bahla o Rustaq fueron centros de poder, pero también de conocimiento. En sus patios aún se escuchan los ecos de debates sobre ciencia, religión y agricultura. Bahla, en particular, con sus muros de adobe y su perímetro infinito, recuerda que hubo un tiempo en que Omán fue uno de los reinos más avanzados de la región.
La ruta del incienso, que conectaba Salalah con Petra y Damasco, ha sido reactivada para el visitante. El Museo del Incienso, los parques arqueológicos de Al Baleed o Ubar, y las plantaciones de boswellia muestran cómo este aroma fue, durante siglos, oro líquido. Salalah, en el sur, es el corazón de este legado. Allí, la temporada del khareef (junio a septiembre) transforma la región en una selva nubosa, única en la península Arábiga. Las montañas se visten de verde y las cascadas brotan como si el monzón soplara versos.
Pero no todo es pasado. La juventud omaní impulsa proyectos de agricultura regenerativa, hoteles sostenibles, centros culturales y festivales de música electrónica en el desierto. Hay un Omán nuevo que no traiciona al viejo, sino que lo eleva. En 2025, iniciativas como «Green Oman», que promueve la plantación de manglares y la protección del leopardo árabe, o el proyecto solar de Dhofar, que alimenta aldeas enteras, dan sentido a un desarrollo responsable.
Diez experiencias imprescindibles si vas a Omán
- Admirar el mármol blanco de la Gran Mezquita del Sultán Qaboos al amanecer, cuando el silencio es absoluto (foto superior).
- Perderse en los zocos de Mutrah entre incienso, plata y textiles, con una taza de café omaní en la mano.
- Dormir en el desierto de Wahiba Sands, bajo un cielo que parece inventado, rodeada de dunas que se mueven como olas.
- Caminar por el borde del cañón en Jebel Shams, escuchando el viento que narra secretos desde la roca.
- Bañarse en las piscinas naturales de Wadi Shab, tras un paseo entre cañones, palmeras y sombras de piedra.
- Visitar los fuertes de Nizwa y Bahla, donde las torres, escaleras y almenas cuentan historias de sabiduría y resistencia.
- Asistir a un concierto en la Royal Opera House de Muscat, una joya arquitectónica moderna que honra la música del mundo.
- Explorar Salalah durante el khareef, cuando las montañas se tornan verdes y la niebla se enreda entre los santuarios (imagen superior).
- Navegar por las islas Daymaniyat en un dhow tradicional, y nadar entre tortugas y corales en aguas protegidas.
- Visitar un pueblo como Misfat Al Abriyeen, donde la arquitectura se funde con la montaña y el tiempo se detiene.