Goodall: la mujer que transformó la manera de mirarnos en el espejo de la naturaleza

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“Reveló que los chimpancés fabrican y utilizan herramientas, construyen vínculos afectivos y poseen culturas propias, cazan, cooperan y sienten emociones: descubrimientos que derrumbaron la frontera entre humanos y animales.”

  • Los descubrimientos de la etóloga Jane Godall revolucionaron la ciencia y fue una incansable defensora de la protección y la restauración de nuestro mundo natural. Falleció hoy miércoles a los 91 años y deja tras de sí un legado científico y moral que trascenderá generaciones. Su vida fue una sinfonía entre la curiosidad y la ternura, entre el rigor académico y la poesía de la selva. Esta es la crónica de una mujer que supo derribar fronteras entre especies, abrir la ciencia al corazón y recordarnos que la humanidad no está por encima de la naturaleza, sino dentro de ella.

Por Eduardo Fernández / MADRID

FOTO: Vincent Calmel / cortesía Jane Godall Institute

En algún lugar de África, donde el lago Tanganica refleja los cielos como un espejo antiguo y las colinas de Gombe se encienden con la voz de los insectos, hay quien asegura haber visto a una mujer conversando con los árboles. No era un rumor de viajeros ni un mito inventado por los pescadores: era una presencia serena, de mirada clara, que parecía haber nacido del mismo tronco de la selva. Decían los aldeanos que el tiempo en ese rincón no obedecía a relojes ni calendarios, sino a la paciencia de aquella mujer que aguardaba horas enteras para descubrir cómo un chimpancé extendía la mano hacia una rama. El mundo parecía detenerse cuando ella se sentaba en silencio, como si hasta las hojas contuvieran la respiración para no interrumpirla.

Los chimpancés, al principio, la miraron con recelo, como si sospecharan que era un fantasma enviado desde las ciudades. Pero uno de ellos, un anciano de barba gris que había aprendido a arrancar insectos de la tierra con la delicadeza de un orfebre, fue el primero en reconocerla como igual. Desde entonces, en la memoria de la selva, se dice que esa mujer no estudió a los animales: los animales la adoptaron.

Su nombre era Jane Goodall, pero entre las colinas verdes se la conocía de otro modo: la mujer que fue tiempo entre los árboles, el eco humano en los ojos de los chimpancés. Algunos afirmaban que su paciencia era la de los ríos, otros que su voz era tan suave que podía calmar tormentas. Y todos coincidían en que llevaba consigo una certeza secreta: que los humanos y los demás seres de la Tierra no están separados, sino tejidos en un mismo telar invisible.

Cuando hablaba, su palabra no era discurso sino conjuro: encendía la esperanza en los jóvenes, despertaba la vergüenza en los poderosos, devolvía a los bosques su dignidad perdida. No fue reina ni santa ni profeta, pero en el corazón de quienes la escucharon quedó la certeza de haber conocido a alguien que, de alguna forma misteriosa, pertenecía más a la selva que al mundo de los hombres.

El final de una vida luminosa

Hoy, en California, la voz suave y firme de Jane Goodall se apagó para siempre. Murió, según confirmó su Instituto, “por causas naturales”, mientras se encontraba en medio de una gira de conferencias en Estados Unidos. Tenía 91 años y hasta el último día siguió haciendo lo que había convertido en su misión vital: hablar del planeta, de los chimpancés, del futuro que se nos escapa entre los dedos si no cuidamos la Tierra como una extensión de nuestro propio hogar.

La noticia corrió como un estremecimiento silencioso en los medios de comunicación y en las redes sociales. El Jane Goodall Institute comunicó:

“Los descubrimientos de la Dra. Goodall como etóloga revolucionaron la ciencia. Fue una defensora incansable de la protección y la restauración de nuestro mundo natural”.

Los titulares se multiplicaron: “Muere Jane Goodall, la mujer que cambió la mirada sobre los chimpancés”, “Se apaga la voz más influyente de la conservación en el siglo XX”, “Adiós a la dama de la selva”.

En Tanzania, en la reserva de Gombe Stream donde comenzó todo, los cuidadores encendieron velas junto al lago Tanganica. En Londres, su ciudad natal, la Royal Society difundió un comunicado recordando su “valentía científica y su ternura intelectual”. En las Naciones Unidas, donde fue Mensajera de la Paz desde 2002, se guardó un minuto de silencio en su honor.

El eco de su muerte no solo pertenece al ámbito académico o conservacionista: es también un acontecimiento cultural, una despedida universal. Jane Goodall fue una de esas raras figuras capaces de convertir la ciencia en relato humano, y el relato humano en compromiso político.


Una infancia marcada por la imaginación

Jane Morris Goodall nació el 3 de abril de 1934 en Hampstead, un barrio del norte de Londres. Era hija de Mortimer Herbert Morris-Goodall, ingeniero de carreras, y de Margaret Myfanwe Joseph, novelista. Desde niña mostró una fascinación inusual por los animales. Leía sin cesar las historias del doctor Dolittle y soñaba con viajar a África para observar animales en libertad.

Su familia recuerda una anécdota temprana: a los cinco años desapareció durante varias horas. Sus padres, aterrados, organizaron una búsqueda. Finalmente la hallaron en el gallinero del vecino, sentada quieta, esperando a ver cómo una gallina ponía un huevo. Cuando la reprendieron, Jane respondió con entusiasmo: “¡Ahora lo entiendo!”. Esa paciencia observadora, esa mezcla de curiosidad y determinación, sería la marca de toda su vida.

La Segunda Guerra Mundial dejó su huella en la infancia de Jane. Pasó parte de esos años en Bournemouth, en la costa sur inglesa, donde desarrolló aún más su amor por los animales y los bosques. La posguerra fue dura, y no hubo posibilidad de estudios universitarios inmediatos. Goodall trabajó como secretaria y camarera para costearse la vida. Pero mantenía firme un sueño: África.


El encuentro con Louis Leakey: una puerta abierta al continente soñado

En 1957 viajó a Kenia para visitar a una amiga. Allí conoció al renombrado paleontólogo Louis Leakey, quien quedó impresionado por su pasión y por el rigor con que hablaba de los animales pese a no tener formación académica. Leakey estaba convencido de que para comprender los orígenes de la humanidad era crucial estudiar a nuestros parientes más cercanos: los chimpancés.

En 1960, con apenas 26 años y sin título universitario, Jane Goodall fue enviada a Gombe Stream, en el oeste de Tanganica (actual Tanzania). Fue un acto audaz: una joven sin experiencia académica formal, internándose sola en la selva para observar chimpancés salvajes.

Leakey confiaba en su intuición y en su mirada libre de prejuicios científicos. Y no se equivocó.


El hallazgo que cambió la historia de la ciencia

Durante los primeros meses, Jane apenas lograba acercarse a los chimpancés. Los animales huían de ella. Pasaron semanas de frustración y soledad. Pero poco a poco, con paciencia, algunos individuos comenzaron a tolerar su presencia.

Fue David Greybeard, un macho adulto, el primero en confiar. Y fue él quien le reveló a Jane el hallazgo que estremecería a la comunidad científica: los chimpancés usaban herramientas.

Goodall observó a David introducir una ramita deshojada en un termitero para extraer insectos y comerlos. Más tarde vio cómo modificaban las ramas para distintos fines. Hasta entonces, el dogma científico sostenía que el ser humano era el único animal capaz de fabricar y utilizar herramientas.

Cuando Leakey recibió la noticia, envió un telegrama célebre:

“Ahora debemos redefinir el concepto de herramienta, redefinir al ser humano o aceptar a los chimpancés como humanos”.

El descubrimiento colocó a Goodall en el centro del debate científico. Pero sus aportes no se detuvieron allí. Observó que los chimpancés tenían personalidades distintas, establecían alianzas, podían mostrar crueldad y violencia, pero también ternura y solidaridad. Vio duelos, juegos, celos, abrazos, risas.

La línea que separaba a Homo sapiens del resto de la naturaleza se difuminaba.


La selva se inclina con humedad y susurros. Los rayos tenues del sol matutino apenas atraviesan el dosel de lianas y hojas. En ese recinto verde oscuro, una joven de veintiséis años anda casi en silencio, con los pasos amortiguados por el musgo y la hojarasca.
Ella es Jane—la extranjera de cabellos rubios y mirada atenta—que ha elegido vivir entre los árboles, con un cuaderno en la mano, con el ánimo de comprender más que observar.
David Greybeard emerge de las sombras. Le llaman “Greybeard” porque sus mejillas y su barbilla llevan mechones grises, contraste solemne con su pelaje oscuro. Avanza con cautela, sus dedos largos rozando los troncos, su espalda curva en un contorno antiguo. Sus ojos se fijan en la figura humana que lo contempla con respeto, sin armas, sin prisas.
Jane permanece inmóvil. No hace gesto brusco. El aire en ese instante se vuelve denso, cargado de expectativas. Las hojas parecen contener el aliento. Los insectos suspenden su canto. En la quietud hay un pacto tácito: él, el simio; ella, la observadora; el bosque, testigo silencioso. David se aproxima un poco más, midiendo distancias. Quizá olfatea el aire. Quizá advierte que no hay amenaza. Jane baja lentamente la mano, palmeándola hacia el suelo, como una invitación ancestral. No hay ruido, solo el crujir suave de una rama bajo un pie.
Entonces, con un gesto casi imperceptible, David toma la mano extendida. La roza con sus dedos. En ese roce hay sorpresa, curiosidad, una tregua. El mundo parece vaciarse de ruido y tiempo. El chimpancé se atreve a tocarla, a aceptar su presencia. Ella siente el pulso cálido y vivo del otro. Ese momento, tan breve como eterno, se convierte en umbral. David Greybeard se convierte en su primer aliado, en puente entre especies. La mujer y el chimpancé se miran, no como extraños, sino como partes de un mismo tejido. Desde ese instante, la selva suspira un nombre: Jane. Y Jane lleva consigo el eco inmenso de haber sido aceptada, comprendida, reconocida.

Entre la ciencia y la poesía: un nuevo lenguaje para hablar de los animales

El mundo académico la recibió con escepticismo. Goodall rompía reglas: en vez de numerar a los animales, les ponía nombres —Flo, Fifi, Flint, David Greybeard, Goliath—. Describía emociones, historias, dramas familiares.

Para muchos científicos, eso era “antropomorfismo inadmisible”. Pero con el tiempo, sus observaciones sistemáticas y su honestidad rigurosa convencieron incluso a los más críticos. La comunidad científica se vio obligada a admitir que los chimpancés eran sujetos sociales complejos, no autómatas instintivos.

Su tesis doctoral, Behaviour of Free-Living Chimpanzees (1966), presentada en la Universidad de Cambridge, fue un hito: la primera vez que alguien sin licenciatura previa obtenía un doctorado allí.

Al mismo tiempo, su estilo narrativo y su capacidad de comunicación convirtieron su trabajo en best sellers y documentales que inspiraron a generaciones enteras. National Geographic difundió imágenes suyas en la selva, convirtiéndola en icono mundial.


De Gombe al mundo: la creación del Jane Goodall Institute

En 1977 fundó el Jane Goodall Institute, con sede en Estados Unidos y oficinas en múltiples países. El objetivo era proteger a los chimpancés y su hábitat, pero también trabajar con comunidades humanas en proyectos de desarrollo sostenible.

El Instituto se convirtió en un referente mundial de conservación. Jane entendía que no bastaba con salvar chimpancés: había que ofrecer alternativas económicas y educativas a las comunidades locales, pues la deforestación y la caza furtiva eran también consecuencia de la pobreza.

En 1991 lanzó Roots & Shoots, un programa para jóvenes. Lo que empezó con un puñado de adolescentes en Tanzania se transformó en una red global con más de 100 países implicados. Jóvenes que plantan árboles, limpian ríos, educan a sus vecinos: pequeñas raíces que rompen el asfalto del desinterés.


Una voz en el escenario global

Jane Goodall se convirtió en una viajera incansable. Durante décadas recorrió el planeta dando conferencias, participando en foros internacionales, reuniéndose con presidentes y estudiantes. Su estilo era siempre sereno, con una voz suave pero firme. No necesitaba gritar: hablaba con la autoridad de quien ha visto el alma de otro ser vivo en la mirada de un chimpancé.

En 2002, la ONU la nombró Mensajera de la Paz. En 2004 recibió el título de Dama del Imperio Británico (DBE). En 2025, meses antes de morir, el presidente de Estados Unidos le entregó la Medalla de la Libertad. Fue también distinguida con el Premio Templeton en 2021, reconociendo su esfuerzo por unir ciencia y espiritualidad en una visión de respeto hacia toda la vida.


Críticas, tensiones y debates

No todo fue un camino de flores. Sus métodos fueron cuestionados en los primeros años. Algunos colegas criticaron su falta de “objetividad” al describir emociones en chimpancés. Otros reprocharon el riesgo de “humanizar” en exceso a los animales.

También enfrentó debates en torno a los límites de la conservación: ¿debían priorizarse las especies emblemáticas como los grandes simios o una visión más integral de los ecosistemas? Jane defendió siempre que salvar a los chimpancés significaba salvar los bosques enteros donde vivían, y con ello proteger a innumerables especies.

Con el tiempo, la mayoría de las críticas se diluyeron ante la contundencia de su obra y la fuerza de su legado. Hoy se reconoce que fue precisamente su sensibilidad la que abrió la puerta a una ciencia más rica, más humana.

JANE GODALL: AN INSIDE LOOK / DOCUMENTAL COMPLETO Basándose en más de 100 horas de material de archivo inédito, el director Brett Morgen narra la historia de JANE, una mujer cuya investigación con chimpancés revolucionó nuestra comprensión del mundo natural. Con una rica partitura orquestal del legendario compositor Philip Glass, la película ofrece un retrato íntimo de Jane Goodall, una pionera que se convirtió en una de las conservacionistas más admiradas del mundo.

Ecos de despedida: voces de sus contemporáneos

El biólogo Richard Wrangham, uno de los grandes primatólogos de nuestra era, declaró tras su muerte:

“Jane cambió para siempre la primatología. Antes de ella, los chimpancés eran sombras huidizas; después, se convirtieron en individuos con historia. Todos los que trabajamos hoy en este campo estamos en deuda con su mirada”.

La ecóloga y escritora Margaret Atwood escribió en redes sociales:

“Jane Goodall nos enseñó que no hay distancia real entre humanos y naturaleza. Al llorar su muerte, recordemos que la mejor manera de honrarla es actuar”.

El genetista Svante Pääbo, premio Nobel, comentó en una entrevista:

“Sus hallazgos anticiparon lo que hoy confirmamos desde la genética: la cercanía radical entre humanos y chimpancés. Jane nos dio una intuición empírica de esa fraternidad evolutiva”.


El legado que permanece

Hoy, al mirar su vida entera, es imposible separar a la científica de la narradora, a la activista de la soñadora. Jane Goodall fue todo eso a la vez.

Su legado se puede resumir en tres grandes lecciones:

  1. Los chimpancés no son objetos de estudio, son sujetos con personalidad.
  2. La conservación no es lujo ni filantropía, es supervivencia compartida.
  3. Cada individuo tiene poder para cambiar el mundo, aunque sea en una pequeña esquina.

Quizá su mayor enseñanza fue recordarnos que la línea que divide a los humanos de los demás animales es mucho más fina de lo que creíamos. En ese espejo, la arrogancia humana se desvanece y queda la evidencia: somos parte de un mismo tapiz de vida.

En una de sus últimas entrevistas, Jane dijo:

“Lo que me da esperanza son los jóvenes. Veo la pasión, la creatividad, la energía con la que enfrentan los problemas. Sí, el mundo está en crisis, pero no debemos rendirnos. Hay siempre una ventana abierta hacia el cambio”.


La dama de Gombe

Imaginemos por un instante a Jane Goodall caminando de nuevo entre las colinas de Gombe, con el lago Tanganica reflejando la tarde africana. Allí, entre los árboles, aún resuenan los ecos de David Greybeard, de Flo, de Fifi. Los chimpancés que la conocieron ya no están, pero sus descendientes aún llevan en sus gestos el recuerdo de aquella mujer que supo observarlos con paciencia infinita.

Ahora que su cuerpo descansa, queda viva su voz. Una voz que nos recuerda que no hay muro más frágil que el que levantamos entre nosotros y la naturaleza. Que somos parte de un mismo destino. Y que, si queremos tener futuro, debemos aprender a mirar con los ojos de Jane Goodall: ojos

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