Arranca la cuarenta edición de La Mostra de Valencia con La cena, último trabajo del realizador madrileño Manuel Gómez Pereira. Cinta que contaba con parte de la financiación de la Generalitat Valenciana, lo que quizá justificaba su presencia en la apertura de la gala de inauguración. Extraña decisión de la organización, por otra parte, sobre una película que había sido estrenada en salas comerciales justo una semana antes.
Nos sitúa la última producción del director de ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?, poco tiempo después del fin de la Guerra Civil. En este contexto, Medina, un teniente del ejército, entra apresuradamente en el Hotel Palace de Madrid con una orden muy concreta: organizar para esa misma noche una cena de gala para Franco y la plana mayor de sus generales. Para ello, contará con la ayuda necesaria de Genaro, el gerente del Hotel. Hay, sin embargo, dos problemas. Uno: el hotel se ha convertido en un hospital de campaña, con lo que tendrán que trasladar a médicos, aparataje y pacientes a otro lugar del edificio. Y dos: la mayoría de los mejores cocineros de Madrid con las cualidades necesarias para preparar la cena en tan apresuradas condiciones, son del bando derrotado y se encuentran en prisión. Tras las debidas maniobras, se libera a los presos para que cumplan con tan inesperada tarea. Sin embargo, lo que al principio parece un inconveniente, incluso una traición a sus principios, se puede convertir en una oportunidad.
Entre lo mejor de la película de Gómez Pereira se encuentra una dirección de arte que nos traslada sin problemas a la época que quiere retratar y, sobre todo, una selección de actores capaz de levantar y mantener el ritmo de una narración que, como veremos, se muestra algo desacompasada. Destaca en este elenco la relación entre los dos personajes protagonistas, el apocado Medina, interpretado con solvencia (y un muy destacado sentido cómico) por Mario Casas, y el paciente Genaro, a cargo del actor Alberto San Juan. En una película coral, con tantas idas y venidas de unos y otros por la pantalla (hay más de veinte personajes), creo que son los dos papeles que logran de manera destacada construir una personalidad propia, con matices, y establecer una química, una tensión interna quizá más sugerente y atractiva para el espectador, un gancho, que el resto de la trama.
Desconozco la obra de teatro de José Luis Alonso de Santos en la que está basada esta película. El guion del propio Gómez Pereira junto con Joaquín Oristrell y Yolanda García Serrano, colaboradores habituales, deviene por su parte en pieza demasiado previsible para un espectador español. La cena ofrece todo aquello que cabe esperar de un productor como este. Un libreto (y ejecución en pantalla) que juega con una serie de estereotipos, tan deliberadamente marcados, que caben pocas sorpresas. No es solo que estos clichés (el falangista fanático con el pelo engominado, los anarquistas puros de corazón, el Franco de voz aflautada), resultan, a estas alturas de la historia, demasiado toscos, es que el propio planteamiento de dichos estereotipos pone demasiado fácil anticipar por dónde se van a desarrollar la solución del argumento. Esa falta de expectativas cae sobre la atención del espectador, al que se le va a entretener con un sinfín de subtramas que animen el desarrollo de la película. Un “ya sabe cómo va a terminar esto” que aparece desde los primeros fotogramas.
No colabora mucho a aliviar dicha falta de expectativas o quizá sea otra de las razones de su fallido planteamiento dramático, el hecho de que en la cinta de Pereira se imponga el discurso, el detalle con mensaje político, a la propia trama, lo que sin duda perjudica su interés. Como declaró el propio director y algunos de los actores y actrices protagonistas en la rueda de prensa de la película, La cena anida en su interior la ambición de mostrar al espectador contemporáneo (especialmente a los jóvenes), una semblanza sobre cómo fue aquello. El problema es que la cinta no parece aportar un punto de vista diferente que no se haya tratado en más de una ocasión, y el tratamiento hiperbólico de los personajes les hace naufragar en una caricatura poco elaborada, demasiado plana, incluso para lo que se supone que es esto: una comedia desenfadada.
A romper esta pretensión de “entretener mientras se instruye”, ayuda la introducción de ciertas soluciones dramáticas que rompen de manera francamente violenta los códigos del género. En una de las primeras secuencias de la película, el grupo de presos recién rescatados del paredón de fusilamiento (¿tiene gracia esa escena?) se presentan ante Genaro y Medina para ser informados de su misión. Como es lógico, los presos se quedan desconcertados: ¿cómo van ellos, enemigos acérrimos del régimen que ahora comienza, a servir al que ha firmado su sentencia de muerte? Uno de ellos, da un paso al frente y declara su negativa a participar en semejante farsa, llegando a insultar al generalísimo. Es en ese momento, cuando hace acto de presencia Alonso, el jefe de Falange encargado de velar porque todo salga según el plan. A petición de este, el preso repite su desprecio por el Caudillo, y Alonso, sin pensarlo dos veces, le vuela la cabeza de un disparo. La escena resulta disruptiva, rompe el tono de la narración y uno no puede por menos que preguntarse qué puede tener de gracioso todo lo que sigue. Pues de estas hay varias escenas.
Tal y como comentó el director en la rueda de prensa, estos momentos se deben a una intención del guion por mostrar las dos caras de una realidad oscura, llena de dramatismo. Pero uno se pregunta si quizá el director no ha querido abarcar demasiados planos a la vez o no ha sabido medir el impacto de ciertas soluciones, de forma que el resultado queda demasiado alterado. Para representar el mal en una comedia no hace falta recurrir a la brutalidad y si esta se presenta (caso de Malditos bastardos la cinta de Tarantino a la que se hizo referencia en la presentación), debe ser desde planteamientos radicalmente bizarros, cosa que no sucede en una comedia al uso como esta. Más le habría servido a Pereira repasar Ser o no ser la película de Ernst Lubitsch, para ver cómo se puede representar el mal sin romper los códigos del género. O la propia El gran dictador de Chaplin, a la que se hizo referencia en la presentación, pero cuyo tono se queda ciertamente alejado.
Esta esclavitud hacia el libreto, se percibe en una realización que se siente agarrotada, más pendiente de cumplir con toda la tarea impuesta por cada página que de dotar ritmo cómico al desarrollo de las escenas, dando como resultado una película que, aun sin hacerse demasiado pesada, camina con pies de barro hacia su final. Una película con un planteamiento muy conservador, deudora más del cine español de los 80 y 90 que de esas propuestas post-modernas a las que se hizo referencia en la rueda de prensa. Una película que, a juicio de este cronista, nace lastrada por su edad a pesar de su aparente juventud. GERARDO LEÓN