El Centro de Estudios de Opinión (CEO) acaba de publicar la encuesta Postveritat i teories conspiratives, un estudio que pone de relieve la magnitud del fenómeno de la desinformación y su impacto, especialmente entre la población más joven.
La desinformación ha existido siempre, y siempre se ha usado políticamente. Los Estados Unidos y sus aliados invadieron Irak porque se suponía que Sadam Hussein tenía un arsenal de armas de destrucción masiva (2002). José María Aznar, el entonces presidente del gobierno español, aseguraba al periodista Ernesto Sáenz de Buruaga: “Puede estar usted seguro de ello; y todas las personas que nos ven. Estoy diciendo la verdad. [El régimen iraquí] tiene armas de destrucción masiva”.
En 1894, el oficial judío del ejército francés Alfred Dreyfus fue falsamente acusado de traición por haber pasado secretos militares a la Alemania enemiga. La prensa y las autoridades pusieron en marcha una campaña de desinformación contra él. Más tarde se demostró su inocencia, y el caso reveló el poder de los medios para manipular la opinión pública y fomentar el antisemitismo.
Todo hubiera quedado en un simple apunte histórico si no fuera porque el periodista Theodor Herzl, que cubrió el asunto Dreyfus para un diario austríaco, quedó profundamente impresionado por las manifestaciones antisemitas a París. Herzel llegó a la conclusión de que los judíos nunca estarían seguros en Europa y que necesitaban un estado propio. En el libro Der Judenstaat (El estado judío) sentaba las bases del movimiento sionista moderno, que aspira a crear un estado judío en Palestina.
También tenemos casos como el del hundimiento del barco de guerra norteamericano USS Maine en el puerto de la Habana, la invasión extraterrestre que Orson Welles emitió por radio en los años 30 o el ministro de propaganda del régimen de la Alemania nazi, Joseph Goebbels, que convirtió a los medios en una herramienta de manipulación.
¿Qué ha cambiado?
Las redes sociales expanden las noticias falsas de una forma que parece imparable. Son más rápidas, llegan a más gente y tienen unos efectos más inmediatos que lo que hemos vivido hasta ahora. Además, se ha democratizado la manipulación. Ya no hace falta un gran grupo mediático o un estado. Cualquier persona con un móvil puede hacer circular fake news.
Según el estudio del CEO, la facilidad para producir y difundir información acelerada por las redes sociales y los algoritmos complica la distinción entre verdad y mentira, y deja entrever un escenario cada vez más difícil para los canales tradicionales y para la confianza ciudadana.
También señala que, aunque más de la mitad de los jóvenes se informa a través de las redes sociales, solo un 32 % considera estos canales como fiables.
En este escenario, los profesionales de la comunicación tenemos una enorme responsabilidad. Desde las agencias, las relaciones públicas o el márquetin, contribuimos cada día a modelar el relato público y a influir en la percepción colectiva. Ello nos obliga a actuar con criterio, transparencia y un compromiso firme con la veracidad.
No todo vale para conseguir visibilidad, clics o engagement. En tiempos de posverdad, la credibilidad es el valor más preciado, y más frágil, que tenemos.
La verdad no es solo una cuestión ética; es una herramienta profesional esencial. Si la perdemos, también perdemos la confianza, y sin confianza, la comunicación deja de tener sentido.