Lo peor de la espera es la incertidumbre.
Las preguntas sin respuesta.
No saber.
Querer llegar al final sin disfrutar del camino y, al mismo tiempo, desear habitar un ratito más ese tiempo en el que, por un ínfimo instante, la duda es dulce.
Porque se viste de ilusión, de magia.
De un infinito de posibilidades que se vuelven sueños, y vuelan, y mientras agitan las alas te bordan un cosquilleo en el estómago, y te erizan la piel. Y te cincelan una sonrisa.
Hay dos maneras de vivir la espera.
Una, con ansia. Deseando que llegue el momento y saltándose capítulos para llegar al final, sin pararse a disfrutar de cómo están tejidas las frases, de cómo suenan las palabras, de esos pequeños descansos en los que puedes recobrar el aliento para llegar a tu meta.
Otra, con serenidad. Con ilusión. Preparando la llegada de esa invitada especial en que se ha convertido tu propia alma pidiendo sitio, regalando amor, cubriéndote de esa fina lluvia de nada y de todo al mismo tiempo que es la conexión real con lo que está más arriba de ti. Más allá de todo. Y más cerca, más presente, más verdad.
Lo mejor de esta espera es que siempre nos hace spoiler.
Porque, cada año, cada vez, cada día, incluso cada noche oscura, larga y pesada, asoma con plenitud la certeza de que la luz siempre gana.
La pregunta del día
¿Qué esperas de ti misma?
No de tu trabajo, de tu familia, de la vida.
No, de ti misma.
