La cuestión de la decadencia es uno de los grandes temas en el estudio de la historia y de las ciencias sociales. Al ser un proceso que cuenta con numerosas causas, es y ha sido fuente de grandes debates historiográficos, desde que hace 250 años el historiador británico Edward Gibbon planteó sus tesis sobre la decadencia del Imperio romano en un libro que no ha dejado de editarse desde entonces, Decadencia y caída del Imperio romano, y unos años antes el filósofo ilustrado francés, el barón de Montesquieu, relatara en otro libro, este mucho más breve, su célebre Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia de los romanos.
Desde entonces la discusión sobre los ciclos de auge y caída de naciones e imperios no ha dejado de darnos muy buenos libros sobre las causas de la decadencia de las civilizaciones, desde voluminosos libros como La decadencia de Occidente de Oswald Spengler o El estudio de la historia de Arnold Toynbee hasta La evolución de las civilizaciones de Carroll Quigley, famoso por las visiones conspirativas que ofrece en Tragedia y esperanza, pasando por el que para mí es el mejor de este género, Auge y decadencia de las grandes potencias de Paul Kennedy, y la Dinámica social y cultural de Pitirim Sorokin.
Todos ellos ofrecen una visión pesimista del futuro de nuestra civilización, condenada a su irrelevancia por las supuestamente inexorables leyes de la historia, cuando no condenada a desvanecerse en las brumas del pasado. Estos autores distinguen en cada civilización unos rasgos que marcan su auge, por ejemplo una visión idealista del mundo, y su declive, por ejemplo el predominio del materialismo y el hedonismo, acompañado de la pérdida de valores familiares o de sacrificio.
El más reciente de estos libros pesimistas es el del sociólogo francés Emmanuel Todd, quien en su último libro, La derrota de Occidente, persiste en esta visión pesimista y ve a Occidente —entendido principalmente como la Europa Occidental— condenado a desaparecer como cultura por la pérdida de sus valores fundacionales y, sobre todo, religiosos. Occidente se caracteriza hoy por estar privado de fines y valores trascendentes, por la caída en picado de la natalidad combinada con un Estado del bienestar que depende de esta para ser viable y, por la incorporación a sus poblaciones de personas que no comparten los valores que en su momento la hicieron grande y digna de ser imitada, tiene un futuro muy difícil.
Los rasgos que describe el profesor Todd coinciden en gran medida con los descritos en sociedades antiguas que han acabado desapareciendo, y este parece ser también el futuro a esperar para la nuestra y por razones muy semejantes. No es la decadencia económica la que causa la derrota cultural, sino que es la carencia de valores optimistas y de triunfo la que acaba produciendo el deterioro económico relativo que padecemos.
De hecho, sorprende a muchos recién llegados que se les hable de integración en nuestra cultura cuando ni siquiera sabemos definir con precisión en qué consiste esta, ni qué valores son exactamente los que tienen que adoptar, ni por qué. No es de extrañar, pues carecemos de valores fuertes que defender, más allá de valores de proceso, del tipo de la tolerancia o el liberalismo de principios. De ahí que Todd señale lo que él llama el grado cero de religión como la principal causa de este declive. El ocaso político y económico de la Unión Europea no deja de ser un síntoma de lo dicho, aunque muy probablemente este engendro político también se cuente entre sus causas, reforzando los principios negativos ya preexistentes.
Así, día tras día, al leer las noticias de la sección de internacional, observamos la cada vez menor relevancia que tiene la Unión Europea en las decisiones relevantes, no en los asuntos mundiales —que hace tiempo que no los tiene— sino en los que a ella misma afectan. Todo esto a pesar de que Europa está ahora más unida de lo que nunca lo ha estado a lo largo de su historia, lo cual permite deducir que su pérdida relativa de relevancia se debe, casi sin ninguna duda, precisamente a su proceso de unificación política. Cuanto más grande y unida, menos peso tiene. En una inversión de las viejas doctrinas holistas que afirmaban que el todo es más que la suma de las partes, parece aquí que el todo es menos que la suma de sus partes.
La Europa unida de hoy pesa menos en porcentaje del PIB mundial que la suma de sus países antes de la creación en 1992 de la Unión Europea, y su moneda tampoco ha alcanzado aún —ni lo alcanzará— el estatus de moneda de reserva que le permita competir con el dólar. Desde luego, hacerla más grande no parece que le permita competir mejor en el mundo de hoy. Solo somos campeones en regulaciones, muchas de ellas absurdas, como las de la inteligencia artificial. Es más, me atrevería a afirmar que, en el caso de que este proceso de integración continuase, integrando a Ucrania, Georgia o Moldavia, la irrelevancia ya sería casi total.
Cuanto más grande es, más inoperante se vuelve y menor capacidad de influencia tiene. La integración política no opera de forma exponencial —de tal forma que se obtengan sinergias de este proceso— sino que incrementa los costes de información y de cálculo económico para los decisores públicos. Además, en caso de cometer errores, como la agenda verde, estos se aplicarán a todo su territorio sin excepción, mientras que en el viejo sistema cualquier política se ensayaba antes a nivel local y luego, si tenía éxito, se adoptaba en el resto, y si no lo tenía simplemente se descartaba.
Dos casos recientes pueden ilustrar este fenómeno de declive, uno en la esfera política y otro en la económica. El primero, y para mí el más significativo, son las conversaciones de paz entre Trump y Putin en Alaska, de las que estuvo excluida cualquier representación europea, y las actuales conversaciones de paz entre los emisarios de Trump y los de Putin, que incluían un plan de paz, de momento abandonado, en las que Europa fue de nuevo excluida, a pesar de ser una guerra en su espacio y de ser los europeos el principal sostén económico de los ucranianos.
Parece que los líderes de nuestro continente están presionando para poder estar presentes en las negociaciones, pero de momento sin ningún éxito, lo cual es garantía casi segura de que no estarán, salvo que Trump decida lo contrario por las razones que él entienda. A estos se les dará el resultado de la negociación como un hecho consumado, aunque no creo que el resultado final sea especialmente favorable a los rusos —de ahí que lo estén rechazando— y veremos entonces cuál será su reacción, aunque intuyo que consistirá en proclamar firmeza y lealtad eterna a Ucrania, proponer luego su adhesión a la UE o darle algún estatuto de país privilegiado en el comercio, y luego no hacer nada, lamentándose de la falta de influencia europea en el escenario internacional.
La segunda ya ha pasado, aunque están por verse aún las consecuencias, y se refiere al acuerdo sobre aranceles entre la UE y los Estados Unidos, en el que se aceptó una subida de los mismos sin represalias por parte europea. En el mismo acuerdo se pactó una irreal obligación de adquirir productos energéticos norteamericanos por valor de varios centenares de miles de millones de dólares. Aunque muchos analistas insistan en lo contrario, la negociación de los aranceles no fue tan mala como aparenta, y sobre todo el compromiso de adquirir productos energéticos es imposible de cumplir, como saben ambas partes, pues no se puede obligar a las empresas a comprar bienes que no quieren. Pero pasa igual que con los objetivos de gasto en armamento, que tampoco se van a cumplir: lo importante es que se van a adquirir más armas y combustibles que antes, aunque sea para guardar las apariencias, algo que Trump sabe bien.
Estas negociaciones están aún abiertas y sujetas a cambios, que pueden ser a peor o a mejor, pero no es el hecho en sí de las negociaciones lo que debe alertar, sino el trato de vasallos que Trump dio a los negociadores, impensable en otra época, obligándolos a desplazarse a su residencia privada en Escocia. El problema es la propia escenificación de los acuerdos. Antes al menos se guardaban las formas y se manifestaba cierto respeto formal por los europeos y se les consultaba su opinión; ahora ni eso.
También la actitud europea es distinta: ahora parece que manifiestan una sumisión fingida con la idea de no hacer nada después. Pero esta es la postura de un subordinado frente a un jefe al que pretende desobedecer, no la de una potencia que habla de igual a igual con su interlocutor. Se podrían poner muchos más ejemplos al respecto, en otros conflictos o disputas comerciales en el mundo, en los que antes los europeos serían por lo menos consultados, pero basta con estos dos, pues afectan directamente al propio espacio de influencia europeo.
No solo en el ámbito de las relaciones internacionales se ve este lento declive. A nivel demográfico, el peso europeo en el mundo es cada vez menor, por su catastrófico declive de la natalidad y su envejecimiento, con sus derivadas en la falta de innovación económica y el lento deterioro en la formación de capital. Es normal: quienes innovan y construyen infraestructuras o simplemente ahorran para el futuro acostumbran a ser los jóvenes. También acostumbran a ser más productivos que los mayores, no solo por su mayor dinamismo y capacidad de emprendimiento, sino porque también están más familiarizados con las nuevas tecnologías y formas de producción.
Las personas mayores, como es lógico, tienden a consumir buena parte de lo ahorrado durante sus vidas, y no tienen el mismo interés en renovar los equipos productivos o incluso sus viviendas, que deberían ser remozadas por las menguadas cohortes de edad, ahogadas como están por los impuestos necesarios para sufragar los consumos de sus mayores, cada vez más numerosos y que cuentan con cada vez más derechos adquiridos. Receta segura para una lenta decadencia.
Es hora de ir asumiendo que la Europa unida tiene bien poco que ofrecer a la política mundial, pues en muchas ocasiones pensamos que podría hacer algo y no puede. Aunque quisiera hacerlo.
Serie ‘Sobre el anarcocapitalismo’
- (XI) La COP30 no solucionará nada
- (X) El fracaso de la transición hacia la movilidad eléctrica
- (IX) Sobre la omnipotencia del Estado
- (VIII) ¿Mejor sin gobierno?
- (VII) Lecturas para el verano de 2025
- (VI) ¿Para qué sirve el anarcocapitalismo?
- (V) Anarquía en la Iglesia Católica
- (IV) Sobre la defensa europea centralizada
- (III) ¿Más o menos Europa?
- (II) Tamaño y grupos de presión
- (I) Rothbard como historiador de la derecha americana