por EDUARDO FERNÁNDEZ GARCÍA
En Cuenca, ciudad suspendida entre hoces, nieblas y campanas, murió ayer Gustavo Torner, a los 100 años. Se marchó en la misma tierra donde había aprendido a mirar la piedra como si fuera luz y la naturaleza como si fuese geometría. Con él se apaga una vida que parecía destinada a dilatarse más allá del tiempo, porque quienes lo conocieron [tuve la fortuna de conocerle en mis tiempos de periodista en la que creo que es unas de las ciudades más sobrecogedoras del mundo, de esas que respiran historia muy antigua y arte enraizado entre el Júcar y el Huécar] aseguran que Torner no era solo un artista: era un modo de estar en el mundo.
Formado como ingeniero de montes, caminaba por los bosques como quien entra en un museo secreto: miraba los árboles como cuadros. Veía proporciones en los troncos, ritmos en las hojas, fractales en las ramas. Esa mirada científica se le quedó pegada a la piel y se transformó en arte. Autodidacta, paciente, fue descubriendo que su auténtico oficio estaba en el taller, no en las oficinas. “La geometría es también una forma de ternura”, escribió en uno de sus cuadernos, hoy conservados en el Espacio Torner. Su arte estaba hecho de esa paradoja: rigor técnico y vuelo poético. Era capaz de calcular un ángulo como un matemático y, al mismo tiempo, dejarse llevar por un recorte de papel como si fuese un soplo del azar.
En 1966, junto a Fernando Zóbel y Gerardo Rueda, fundó el Museo de Arte Abstracto Español en las Casas Colgadas. En plena dictadura, aquel gesto fue un acto de insumisión silenciosa: instalar la modernidad en el corazón de una ciudad medieval, sobre un acantilado, en un edificio originalmente gótico, como si la abstracción hubiese encontrado su nido natural en la roca.
Quienes estuvieron en la inauguración aún recuerdan cómo las salas parecían flotar sobre el vacío, y cómo las obras —de Chillida, Oteiza, Sempere, Saura— adquirían un aura distinta en aquel enclave. Era un museo imposible, y por eso mismo eterno. Hoy se lo visita como quien entra en un santuario, con debajo y la certeza de que allí se fraguó y pervive algo irrepetible. Uno de los museos a los que uno está obligado a ir al menos una vez en la vida, ‘la meca’ de la abstracción.
Torner fue no solo fundador, sino también narrador del museo: escribió textos, catálogos y notas críticas con una prosa clara y minuciosa, en la que se adivinaba su obsesión por explicar, por enseñar. En sus páginas hay descripciones que suenan casi mágicas: “Una línea puede contener un universo si se la mira desde la luz adecuada”, dejó escrito.
Quizá nada lo hizo tan feliz como la reconstrucción de las vidrieras de la Catedral de Cuenca. Era 1995, y tras más de siete siglos de penumbra, la nave gótica normanda volvió a teñirse de colores. Torner, Rueda, Bonifacio y Dechanet proyectaron un programa abstracto que elevó a la máxima categoría europea, a modo de caleidoscopio espiritual, a un espacio prodigioso al que durante siglos le había faltado la luz, y el color. Confieso que aquella obra me produjo una ilusión extraordinaria. Y que me sigo emocionando cada vez que vuelvo a entrar en la Catedral, que voy exprofeso a verlas porque en cada visita descubro una luz y un mensaje nuevos. La fusión entre la arquitectura gótica normanda y el arte abstracto español no solo fue armoniosa: fue reveladora. Las vidrieras parecían respirar con la luz del amanecer y vibrar con las sombras del atardecer. Y me atrevo a decirlo: superan a las joyas modernas de los vitrales de la Catedral de Tours en Francia. En Cuenca, lo imposible se hizo visible, y fue Torner quien encendió el milagro. A veces, al entrar en el templo vacío, uno tiene la impresión de que las vidrieras murmuran. Como si la luz fuese un lenguaje secreto, un idioma inventado por Torner y sus compañeros de obra para que los muros hablaran en silencio.
Torner no trabajó en soledad. Se rodeó de amigos que eran también compañeros de viaje: Antonio Saura, Gerardo Rueda, Fernando Zóbel. Con ellos compartía largas tertulias en bares de Cuenca, charlas que se prolongaban entre humo de tabaco y vasos de buen vino. Hablaban de Kandinsky y de Velázquez, de música contemporánea y del impulso político que les llegaba desde París. “Éramos solo amigos”, decía Torner, restando importancia a lo que otros llamaron el “Grupo de Cuenca”. Pero lo cierto es que esas conversaciones fueron tan fértiles como sus cuadros. Allí se discutía con pasión, se discrepaba, se soñaba y, de algún modo omnipresente, inadvertido pero eficaz, se luchaba por la libertad. Justo en ese círculo se gestó la identidad de un arte español que quería mirar al mundo sin complejos.
Pocos recuerdan que Torner también escribía. Dejó artículos y reflexiones sobre arte, algunos textos breves que acompañaban sus exposiciones, y páginas íntimas que todavía no han visto la luz. Su escritura era concisa, sin ornamentos, pero atravesada por una sensibilidad que revelaba al pensador que había detrás del pintor. En uno de esos textos dejó una frase que parece hoy una despedida: “El arte es un espejo que no refleja lo que somos, sino lo que podríamos llegar a ser”. Era su manera de recordarnos que su obra no era un punto final, sino un inicio permanente.
Quizá porque Cuenca tiene algo de ciudad suspendida, de escenario irreal, su vida estuvo atravesada por una bruma de realismo mágico que perfeccionaba la abstracción y el color. He llegado a oír a conquenses y forasteros jurar haber visto, en noches de luna, cómo las vidrieras de la Catedral cambiaban de color para recibir el nuevo siglo, como si respondieran a un latido invisible. Otros decían que el museo sobre la hoz y frente al antiguo Convento de San Pablo del siglo XVI, hoy parador nacional, se balanceaba suavemente, como si quisiera volar. Y había quien aseguraba que, en las tardes de niebla, Torner caminaba por las callejas con un bloc en la mano, dibujando no lo que veía, sino lo que la ciudad le susurraba. Cuenca, orgullosa, le adoraba porque sentía que era suyo y, al mismo tiempo, de otro mundo..
No dejó descendencia biológica, pero sí miles de herederos espirituales. Sus obras están en el Museo Reina Sofía, en el Prado, en el IVAM, en colecciones de medio mundo. En 2005, la antigua iglesia de San Pablo se convirtió en el Espacio Torner, con 40 piezas suyas expuestas de manera permanente. También dejó huella en la vida cotidiana del diseño español: fue el responsable de la renovación de las tiendas de Loewe, donde trasladó su sensibilidad abstracta al mundo del lujo, con espacios sobrios y luminosos que aún hoy son recordados como un hito en la fusión entre arte y comercio.
Recibió premios, medallas, honores. Pero lo que de verdad le importaba era ver la reacción de quien entraba en una sala y se quedaba mudo. Ese silencio era su victoria. Entre sus creaciones más celebradas destacan collages y ensamblajes como «Medida de la vida (A Jorge Manrique)» (1975) y «Cuatro cuartetos-Cuatro estaciones (a T.S. Eliot)» (1979), que ejemplifican su capacidad para fundir poesía y geometría. También sobresale la escultura monumental «Castilla (La rectitud de las cosas XV)» (1983), realizada en acero corten y de monumental presencia. No pueden dejar de mencionarse sus collages sobre cartulina —como el titulado simplemente «Collage» (1969), que forma parte de la colección del Reina Sofía— y obras pictóricas tempranas de textura y naturaleza como «La ventana» (1954) o «Interior» (1955), que revelan su mirada íntima al entorno.
Hoy Cuenca amaneció claro más huérfana. Pero basta entrar en el Museo de Arte Abstracto para sentir su presencia: en la manera exacta en que cuelga un cuadro, en el ángulo desde el que entra la luz. Basta entrar en la Catedral y ver cómo los vitrales siguen latiendo.
La Fundación Torner para conservar su legado nació en Cuenca como prolongación natural de la vida y la obra del artista. No fue solo una institución: fue el modo de asegurar que su mirada permaneciera encendida más allá de su presencia física. En 2005 abrió el Espacio Torner en la antigua iglesia de San Pablo, un templo gótico reconvertido en santuario de la abstracción. Quien entra allí tiene la impresión de que las piedras medievales y los collages del maestro han hecho un pacto secreto para sostenerse mutuamente. Las vidrieras altas dejan pasar una luz que acaricia los relieves, las geometrías y los papeles ensamblados, como si Torner siguiera ordenando el espacio desde la penumbra.
El lugar guarda cuarenta piezas seleccionadas por él mismo: collages de recortes mínimos, ensamblajes que parecen respirar y esculturas de una sobriedad casi mineral. No están colgadas con la arrogancia de las grandes retrospectivas, sino con el sosiego de quien invita a una conversación íntima. La Fundación, consciente de ese espíritu, ha querido que el espacio no sea un mausoleo, sino un corazón en marcha. Por eso, cada año organiza encuentros, conciertos, conferencias y talleres que devuelven la vitalidad a las salas y que permiten a nuevas generaciones descubrir a un artista que nunca dejó de experimentar.
En este 2025, declarado Año Torner para celebrar sus 100 años de vida, la Fundación ha preparado una celebración a la altura de su ciudadano. El programa incluye exposiciones que mostrarán obras inéditas, papeles que nunca habían salido de sus carpetas, collages premiados en ferias internacionales y piezas de los años Sesenta y Setenta que fueron decisivos para la abstracción española. Una de las citas más esperadas es la exposición “Torner en torno a Vesalio”, que abrirá en otoño en dos sedes simultáneas: la Casa Zavala y el propio Espacio Torner, compuesta por cuarenta collages. [Andrés Vesalio, como emblema del conocimiento anatómico y la observación científica, fue también fuente de inspiración para Gustavo Torner. En su ambiciosa serie “Vesalio, el cielo, las geometrías y el mar”]. Torner introdujo imágenes anatómicas extraídas de la célebre obra de Vesalio De humani corporis fabrica. Al contemplar por vez primera este tratado renacentista en Nueva York en 1964, Torner se sintió profundamente interpelado por la unión de arte, ciencia y anatomía que encarnaba Vesalio. Allí se pondrá en diálogo su obra con la tradición humanista, como si el arte y la anatomía, la geometría y la carne, pudieran encontrarse en un mismo latido.
Así, la Fundación Torner se convierte en guardiana y narradora, en lugar donde la memoria se renueva y la obra se despliega con nuevos significados. Cuenca, con sus hoces y su silencio, sigue siendo el escenario privilegiado de esa presencia. Y quienes cruzan las puertas del Espacio Torner sienten que, pese a la ausencia física del maestro, su obra no ha perdido ni un ápice de intensidad: sigue iluminando, sigue hablando, sigue creciendo.
Se fue Gustavo Torner, maestro de la abstracción y de la vida discreta. Pero queda su inefable obra: imponente, generosa, luminosa. Y queda la sensación de que, mientras haya un rayo de sol filtrándose por sus vidrieras, Torner seguirá aquí, hablándonos en el idioma secreto de la luz.