El Arzobispado de Madrid ha emitido una estupefaciente nota triunfalista con la que pretende vendernos la idea de que se ha evitado la desacralización de la Basílica, la destrucción de la cruz y la expulsión de la comunidad benedictina que reside allí desde el año 1958. La nota omite pronunciarse sobre la salida del prior y otros aspectos más espinosos. Pero la realidad es muy distinta: por razones que me cuesta trabajo entender, la Iglesia ha claudicado de forma vergonzante ante la pretensión del gobierno de «resignificar» todo el conjunto, con el propósito de resucitar, precisamente allí, a través del relato falsario de nuestra reciente historia, el odio que enfrentó a los españoles en una larga guerra civil hace 90 años.
El conocimiento cabal de la situación jurídica del Valle de los Caídos me obliga moralmente a denunciar la actuación de la jerarquía de la Iglesia, primero claudicando ante las presiones del Gobierno y después, tratando de vender éxitos inexistentes.El Gobierno y la administración general del Estado carecen de jurisdicción en el interior de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos a la que, como lugar de culto, le es de aplicación el artículo 1.5 del Acuerdo España-Santa Sede sobre asuntos jurídicos, de 3 de enero de 1979, que garantiza su inviolabilidad en los siguientes términos: «Los lugares de culto tienen garantizada su inviolabilidad con arreglo a las leyes».
En definitiva, dado el carácter inviolable de la Basílica como lugar de culto, el Gobierno carece de jurisdicción en dicho lugar de culto y no puede proceder a realizar actuación alguna sin contar con la autorización de la autoridad eclesiástica correspondiente, en este caso, el prior administrador del Valle de los Caídos o, en su caso, de la Curia de Roma.
A mayor abundamiento, el artículo 54.3 de la Ley de Memoria Democrática entra en conflicto con el Acuerdo entre España y la Santa Sede al declarar que «las criptas adyacentes a la Basílica y los enterramientos existentes en la misma tienen el carácter de cementerio civil». Según las noticias que ha filtrado el Gobierno, la mayor parte de los enterramientos situados en la parte posterior de las capillas de la gran nave que precede al altar mayor, quedarán fuera del lugar sagrado. En ellas, yacen enterrados más de 33.000 católicos cuyo enterramiento en lugar sagrado fue autorizado por sus familias. Entre ellos, más de un centenar de mártires beatificados por la Iglesia. Siendo esto así, como católico tengo todo el derecho a exigir de la jerarquía eclesial que nos explique en virtud de qué, o a cambio de qué, la Iglesia ha renunciado a defender la inviolabilidad de la Basílica pontificia permitiendo que esta se vea reducida a la mínima expresión y que parte de ella sea destinada a actividades de propaganda política incompatibles con el espíritu religioso y de reconciliación propio del lugar. Como católico me asiste el derecho a denunciar públicamente la complicidad de nuestros pastores con el grave sacrilegio que implica también la cesión de un cementerio religioso al Estado, permitiendo su desacralización y exigir que públicamente nos expliquen por qué o a cambio de qué, se ha renunciado a defender en su integridad la actual Basílica del Valle de los Caídos y el derecho de los familiares de todos los allí inhumados a permanecer inhumados en lugar sagrado.
No es lícito moralmente pactar con el mal y mucho menos quienes están obligados a dar ejemplo de vida y de Fe. Claudicar, sin justificación conocida, ante quien ha hecho de la mentira y el odio su credo, permitiendo la grave cercenación de una de las mayores basílicas católicas de la cristiandad erigidas para orar por la paz y la reconciliación entre los españoles, constituye una colosal cobardía, al tiempo que un grave desorden moral que provoca una gran desazón en miles de fieles que ven cómo sus pastores se arrodillan ante el poder temporal en claro contraste con el ejemplo de los miles de mártires asesinados por su fe en nuestra contienda civil, los cuales abrazaron la palma del martirio sin una sola apostasía. Creo firmemente que permanecer callado en estas circunstancias, me convertiría en cómplice de una inexplicable villanía y no puedo aceptar silente la victoria de la mentira y la desesperanza. Entre tantos silencios, no puedo evitar sentir náusea y me recuerdan las palabras de Oscar Wilde: «Todos estamos en la cloaca, pero algunos nos permitimos mirar a las estrellas».
La memoria de los que cayeron perdonando a sus verdugos y con el nombre de Dios en los labios nos interpela. Rompamos, pues, el silencio, porque con la palabra aún podemos impedir que la sombra del miedo cierre para siempre nuestros ojos, negándonos el derecho a la esperanza. Si nos dejamos vencer por el silencio, difícilmente podremos convencer a nuestros hijos de que fuimos dignos alguna vez de hacer honor a nuestra condición de hombres.