Frontera sur: el vecino enemigo - Barreira A+D

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El artículo a continuación es obra de nuestro docente Daniel F.R. Gordillo. Una primera versión del mismo fue presentada en el Festival Fantaelx 2019.

Por Daniel Francisco Rodríguez Gordillo 

Collares hechos con vértebras humanas, máscaras de luchador que sirven de talismán a asaltabancos, fusiles de asalto recubiertos de oro, chamanes, santería y satanismo, cabezas cercenadas cruzando el desierto sobre tortugas, cárceles que se convierten en fortalezas inexpugnables, sicarios navajeros y mariachis armados hasta los dientes en polvorientos pueblos fronterizos. 

La narcocultura invade los medios regalándonos imágenes que son tan violentas como surrealistas y absurdas, y aún así, a veces se quedan cortas intentando retratar una brutal realidad que ha sido normalizada en base a la repetición, la impunidad y como consecuencia, a la insensibilización de quienes la sufren. 

En los últimos 50 años, los cárteles de la droga en México han ido sufriendo una continua y vertiginosa transformación, hasta dejar el panorama actual como un caótico caldo de cultivo donde tan pronto las divisiones internas en cada organización crea nuevas entidades, como son fagocitadas por la fuerza, en un cóctel de tiroteos, narcomantas, demembramientos y torturas que dejan las ciudades en pugna sembradas de cadáveres. 

No es extraño que de la misma forma que al abordar un avión se nos explica dónde están los chalecos salvavidas y qué hacer en caso de un aterrizaje forzoso, existen ya protocolos de seguridad como el ofrecido por la Universidad Autónoma del estado de Hidalgo, que nos dicen qué tenemos que hacer en caso de vernos en medio de una balacera. Esta violencia no es para nada nueva, pero el número de muertes y el grado de crueldad y horror que dejan las dos primeras décadas del siglo XXI, nos obliga a alejarnos de la noción de delincuencia común para situarnos en un contexto de guerra y genocidio.  

El mapa de las zonas de influencia de los distintas organizaciones dedicadas al narcotráfico al sur de la frontera con los USA, es ahora tan cambiante que empieza a parecer el registro de rutas de aves migratorias. Los viejos cárteles se subdividen en una especie de narco-mitosis donde el amor paternofilial es sustituido por un mutuo deseo de destrucción. Los nuevos grupos buscan su territorio, invaden, se ponen nombres ostentosos, pelean la plaza, aniquilan a sus antecesores y se consolidan o desaparecen. 

El narco siempre ha pretendido re-diseñar su imagen y su propia historia, repartiendo riqueza en los barrios que controlan, muchos de ellos marginales y golpeados por la pobreza y el abandono de las instituciones, para procurarse el favor y servidumbre de sus habitantes (migajas, si lo comparamos con las ganancias reales que el negocio de la droga les deja). Violentos, psicópatas y sádicos, los cárteles no dudan en usar cualquier medio a su alcance para dejar claro de lo que son capaces, pero si preguntamos a la gente que se beneficia de su generosidad, el narcotraficante vendría a ser más bien un Robin Hood moderno e incomprendido, que trabaja al margen de leyes injustas y autoridades corruptas. Un hombre hecho a sí mismo que ha podido salir de una situación de miseria con los talentos que más se ensalzan en aquellas canciones que les glorifican: el valor y la inteligencia. Una persona del pueblo, generoso con su riqueza, un benefactor de los desfavorecidos, un filántropo y humanista, y en algunos casos extremos, un santo varón capaz de obrar milagros y curar enfermos. 

A Jesús Malverde (1870 ~ 1909) se le conoce como el santo de los narcos, a pesar de no estar reconocido por la iglesia. Tiene su capilla en el centro de Culiacán y el 3 de mayo como fecha de veneración. Este sinoalense se hizo famoso como asaltante de caminos, que aparecía y desaparecía usando la espesa selva como escondite, repartiendo entre los pobres lo que robaba a los ricos latifundistas de la región. Se le aprehendió y ejecutó en la horca a principios del siglo XX, quedando su cadáver expuesto durante semanas en la estación del ferrocarril. Se dice que un campesino que había perdido a sus animales, pasa por ahí y le pide al cuerpo de Malverde ayuda para encontrarlos, y a cambio le daría santa sepultura. Aquél sería el primer milagro que se le atribuye a este “santo” al margen de la ortodoxia. 

Una parte de este rediseño es la eliminación sistemática de las opiniones poco favorecedoras en prensa. Criticar al narco ha hecho que ser periodista dentro de sus territorios sea un deporte de alto riesgo. En un artículo de diciembre de 2018, Forbes reconoce que sólo Afganistán, Siria e India superan a México en número de muertes relacionadas con el periodismo (McCarthy, 2018). Otro gremio que ha estado tan en el punto de mira del narcotráfico por su poder para modelar la historia han sido los músicos. El corrido ha sido desde sus inicios dentro de la tradición musical mexicana, un vehículo para, como dicen los Tigres del Norte al inicio de su Jefe de jefes, «contar las historias reales de nuestro pueblo». Los corridos alcanzaron su época de auge durante la Revolución Mexicana, y algunos de los más famosos cuentan las historias de ese convulso capítulo de la historia del país, pero desde entonces han ido evolucionando, pasando en algunos casos de una forma popular de divulgación de noticias y acontecimientos a una eficaz herramienta de propaganda para los cárteles, naciendo así lo que denominamos narcocorrido. 

Cantándole a la muerte 

Se podría dividir la historia del narcocorrido en 3 etapas: La primera generación, de 1931 hasta 1969, donde sólo hay unas pocas piezas que tratan el tema de forma específica, sin llegar a ser aún un subgénero, pero dentro de una amalgama de historias que nos cuentan la vida y obra de célebres criminales en la frontera, de asaltantes de bancos y de trenes o de contrabandistas de textil o de licor durante los 13 años de ley seca en los Estados Unidos. El primer corrido del que se tiene registro que menciona a un narcotraficante, es el Corrido del Pablote, grabado por José Rosales en 1931. El Pablote nos cuenta de una forma cruda y austera, casi periodística, la muerte de Pablo González, conocido como el rey de la morfina en Ciudad Juárez. En esta etapa, la narrativa de las canciones es una crónica más o menos objetiva, casi aséptica, donde se suele incluir o al menos intuir una enseñanza moral sobre evitar los negocios turbios. Otros narcocorridos famosos de esta época son Por morfina y cocaína (1934) y Carga blanca (1949) ambos de Manuel C. Valdez. En esta época aún no se puede hablar de cárteles ni sindicatos del narco.  

La segunda generación, de 1970 al 2000, coincide con una transformación del modelo de negocio donde cada zona funciona de forma aislada a una organización de las plazas que funcionaría como una federación del narco. A finales de los años 70 y principios de los 80, los narcos sinaloenses Miguel Ángel Félix Gallardo, Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca Carrillo trasladan su operación al estado de Jalisco, fundando el Cártel de Guadalajara. Otros capos históricos que pasaron por este cártel antes de fundar los suyos fueron Joaquín El Chapo Guzmán, Amado Carrillo, Ismael Zambada o los hermanos Arellano Félix. En este período las canciones tratan el narcotráfico de forma más abierta y aunque aún se pueden utilizar ciertos eufemismos, son referencias que todo el mundo conoce de sobra y pasan más como una broma interna que como un intento real de suavizar la información, como en Mis tres animales de los Tucanes de Tijuana. Otra cosa es el uso de las claves internas, que funcionan como un código secreto sólo accesible a los iniciados dentro del cártel y que irán ganando terreno hacia la tercera generación. Corridos como Contrabando y traición o La banda del carro rojo interpretadas por los Tigres del Norte, compuestas a principios de los años 70, hablan sin tapujos del tipo de negocio que llevan a cabo los protagonistas de las canciones, enalteciendo no el oficio de contrabandista pero sí, como se ha dicho antes, una serie de virtudes necesarias para llevarlo a cabo, y si acaso existe una moraleja, esta se ve tímidamente diluida dentro de la exaltación a la figura del narcotraficante. Casos como el de Chalino Sánchez, que antes de ser secuestrado y ejecutado por “falsos” agentes federales en 1992, logró a punta de pistola defenderse de un intento de asesinarlo en el escenario, contribuyeron a dotar al narcocorrido de un aura de terrible veracidad. 

En la tercera generación, del 2001 al presente, ya podemos olvidarnos de lecciones morales, La guerra contra las drogas que se libró durante el sexenio del Presidente Felipe Calderón, terminó por consolidar la transformación del narcocorrido en un canto de guerra, en una herramienta de adoctrinamiento y una continua apología de atrocidades, tanto así, que desde 2002, se han ido creando leyes para intentar parar su difusión en medios, como un decreto del estado de Sinaloa de 2011 que prohíbe a grupos musicales interpretar música que haga apología del delito. Es un hecho conocido que algunas figuras importantes dentro del narcotráfico han pagado grandes sumas de dinero para tener su propia canción, pero durante esta etapa, esta relación se lleva a un nuevo nivel, encaminándose intérpretes y bandas de música a tener una especie de filiación dentro del mapa de los cárteles, por lo que en los últimos 20 años, se sabe a ciencia cierta, se intuye en otros casos, que un gran número de muertes de artistas intérpretes de narcocorridos se relacionan directamente con el enfrentamiento por territorio de las organizaciones del narcotráfico.  

El grupo de artistas que engloba lo que hoy se conoce como Movimiento Alterado, bien podría ser el departamento de producción musical del Cártel de Sinaloa. Las canciones hablan, con todo lujo de detalles, de carnicerías y torturas, de dinero, lujos y mujeres, glorificando el estilo de vida del narcotraficante, pero también sirven de amenaza a cárteles rivales. Sanguinarios del M1 del grupo Bukanas de Sinaloa es una oda a la violencia, supuestamente con la aprobación del mismísimo Chapo Guzmán, líder entonces de la organización criminal.

El narco como villano de Hollywood 

¿Pero cómo evoluciona la percepción del traficante villano? Para Hollywood, cruzar la frontera en busca de un enemigo carismático, burlón, mujeriego y pendenciero no le era ninguna novedad. Antes de la existencia de los cárteles, el turbulento primer cuarto de siglo en México dio a las películas de vaqueros algunos personajes como el General Mapache en The Wild Bunch de Sam Peckinpah, interpretado por Emilio El Indio Fernández (De Diego, 2011). Para Fernández, quien ganó la Palm d’Or en Cannes en 1944 por dirigir María Candelaria, ni el papel de militar ni el de conspirador le eran entonces desconocidos. 

Hagamos ahora un viaje cronológico por algunas producciones cinematográficas y la historia del narcotráfico en América, para ver la evolución tanto de las organizaciones delictivas como de la representación que se construye del villano al sur de la frontera. 

Scarface(1983) de Brian de Palma, es un remake de la película de 1932 del mismo nombre, con Al Pacino interpretando a un refugiado cubano llamado Tony Montana que se asocia con un poderoso cártel sudamericano que termina asesinándolo. La película se produce cuando en México las 2 principales organizaciones de tráfico de drogas (marihuana) son el Cártel de Guadalajara y el del Golfo, y Pablo Escobar, líder del Cártel de Medellín, tenía entonces afianzado su monopolio de exportación de cocaína a los Estados Unidos. Aunque Scarface ya nos muestra el poderío de las grandes organizaciones dedicadas al tráfico de droga en Latinoamérica, los cárteles colombianos para ser más precisos, la película realmente pretendía en sus inicios volver a contar la historia de Al Capone, el más famoso mafioso italoamericano en la violenta Chicago de los años 30; pero la falta de presupuesto persuadió a director y productores que sería más fácil adaptar la historia a la realidad del momento, que crear una película de época. 

Casi 10 años después, dos películas serían las precursoras, instaurando lo que llegaría a ser la imagen del mafioso mexicoamericano en la cultura popular. American Me (1992) de Edward James Olmos y Blood in Blood Out (1993) de Taylor Hackford, narran la vida en las calles y en prisión de las bandas chicanas en Estados Unidos. Aunque las bandas que aparecen en cada historia son de origen mexicano, se está hablando de los hijos y nietos de inmigrantes afincados al norte de la frontera, es decir, el cine estadounidense aún habla de puertas para adentro de sus fronteras, contándonos una problemática social interna del país. 

Entre las 2 películas nos introducen varios términos que vamos a usar a partir de ahora: el chicano, el mexicoamericano hijo o nieto de inmigrantes mexicanos en los USA; el pachuco, un tipo de tribu urbana dentro de los chicanos de la primera mitad del siglo XX; el cholo, que sería cualquier miembro de una pandilla callejera y el gringo, que es la forma en que el mexicano designa al ciudadano de Estados Unidos cuando no quiere llamarle ni americano ni estadounidense. Podríamos añadir a estas denominaciones, la de pocho, que es como el mexicano le llama de forma peyorativa, al chicano que ha perdido contacto con sus raíces o no sabe hablar español. Las nuevas generaciones les llaman “No sabo kids”, como una forma de cuestionar si son más estadounidenses que latinos (Brooks, 2023). 

Al inicio de la década de los noventas, durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari, el Cártel de Guadalajara se divide en 3: Sinaloa, Juárez y Tijuana, y al mismo tiempo, un joven Robert Rodríguez presenta su ópera prima, El mariachi (1992) donde un humilde músico es confundido con un sicario por la mafia local de un pequeño pueblo fronterizo ocasionando una serie de lógicos y violentos resultados. Rodríguez retoma la historia con Desperado en 1995, no exactamente como secuela ni como remake/reboot, sino como algo entremedias con un reparto internacional y un presupuesto bastante más abultado. Al año siguiente, la captura del líder histórico del Cártel del Golfo, Juan García Abrego, haría que Osiel Cárdenas alcanzara el mando de la organización y empezara a plantearse crear una guardia personal usando para ello únicamente exmilitares de élite, sentando las bases de lo años más tarde sería el cártel más sangriento y brutal que se haya visto hasta entonces, Los Zetas. En 1996, Robert Rodríguez presenta From Dusk till Dawn, una especie de road movie transfronteriza que se convierte en una mezcla entre La noche de los muertos vivientes, Fright Night II y su propio Desperado, reciclando a gran parte de los actores de ésta última, como Cheech Marin, Danny Trejo o el mismísimo Quentin Tarantino. La película, aunque del género fantástico/terror, nos sitúa en un entorno al norte de México controlado por los cárteles y donde las autoridades tanto mexicanas como estadounidenses poco pueden hacer, razón por la que el personaje interpretado por George Clooney cruza la frontera, terminando por casualidades del destino, en un lugar de no muy sano esparcimiento donde camioneros y motociclistas van desapareciendo misteriosamente. Estas ausencias forzadas, desgraciadamente no son raras en territorio mexicano; algunas como las más de 300 personas que siguen en paradero desconocido desde 2012 en Allende, Coahuila, se les pueden adjudicar a los cárteles; otras como las de los estudiantes represaliados en Tlatelolco en 1968, al gobierno. Y en otros casos, como los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa en 2014, no está tan claro. 

Hasta aquí, Hollywood ya tiene los cimientos apuntalados de lo que va a ser su nuevo villano: el peligro se antoja real y está cerca, pero como los vampiros de Rodríguez, aún no se le ha invitado a a entrar en casa. 

En 1997, se estrena Perdita Durango, del director español Álex de la Iglesia, y protagonizada por Rosie Pérez y Javier Bardem. Es una de esas películas que los espectadores aman u odian, no hay término medio. El filme narra las vivencias de Perdita Durango y Romeo Dolorosa, una pareja de amantes mentalmente inestables, autodestructivos, y con ciertas tendencias homicidas. Muchas de las críticas que se pueden leer en los foros de internet es sobre toda la violencia gratuita y lo absurdo de la trama. ¿Chamanes, sacrificios humanos y rituales de poder? ¿Secuestros de adolescentes en la frontera, brujería y asesinatos? ¿De qué va todo esto? Pues va de una adaptación más o menos libre de una historia real, los crímenes de los narcosatánicos o del brujo de Matamoros, como bautizaron los periódicos a Adolfo de Jesús Constanzo, “El Padrino”, como era conocido por sus adeptos; líder de una secta que practicaba la santería y el Palo Mayombe en esa ciudad del estado de Tamaulipas, y que ofrecía rituales de protección a capos del narco. Sara Aldrete, apodada “La Madrina”, en quién está basada el personaje de Perdita Durango, era la amante de Constanzo y la segunda al mando dentro del culto. En 1989, un operativo de la Policía Federal encontró en el coche de uno de los seguidores de la secta una olla llena de restos humanos de los cuales algunos se identificaron como perteneciente

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