La política exterior de España (1936-1975), por Gonzalo Fernández de la Mora y Món - F.N. Francisco Franco

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Gonzalo Fernández de la Mora

Boletín Informativo FNFF Nº 39

1. Introducción

Desde Maquiavelo se viene afirmando el primado de la diplomacia sobre la gobernación, es decir, la subordinación de la política interior a la exterior, el condicionamiento de lo que se hace dentro por lo que se hace allende fronteras. Los datos históricos son tan varios y tan contradictorios que resulta imposible confirmare) cumplimiento constante y universal del postulado maquiavélico, y deducir una ley sociológica general. En cualquier caso, la España del segundo tercio de nuestro siglo sería una notoria excepción. Entre 1936 y 1975, el sistema de normas regulador de la vida nacional apenas se adaptó a las fuertes y constantes presiones externas. Los hechos se produjeron más bien de un modo inverso. La política exterior se atemperó a un modo concreto de entender la convivencia interna, es decir, fue ancilar de la política interior. Nada de dentro se subordinó a lo de fuera. La nación se empeñó en la gran empresa de la reconstrucción y del desarrollo económico-social, y toda la acción diplomática se puso al servicio de ese objetivo. Así se logró la neutralidad ante la guerra, el rearme a cargo de la ayuda extranjera, créditos baratos para inversiones rentables, y defensa contra cualquier factor exógeno que pudiera debilitar la estructura de un «Estado de obras». A lo largo de los cuarenta años de la era de Franco es evidente que la política interior ha primado sobre la exterior. Fue todo lo contrario a la teatralidad protocolaria o al imperialismo efectista. Se trataba, simplemente, de regenerar y desarrollar al pueblo español, no de sacrificarlo, como en otras épocas, a la «grandeur» de una élite o de una dinastía.

La política exterior tiene unos contenidos mucho menos variables que la política interna porque aquélla depende en mucha mayor medida de inmutables condicionamientos históricos y, sobre todo, geográficos. En la diplomacia, la imaginación y la discrecionalidad operan más para elegir medios que para fijar objetivos; en la gobernación sucede lo contrario quizás porque la retórica y el ilusionismo todavía prevalecen sobre lo fáctico y lo pragmático. Esta perdurabilidad de las metas exteriores es la que, hace casi medio siglo, permitió al profesor Barcia-Trelles escribir un libro titulado Puntos cardinales de la Política internacional de España, que no ha perdido vigencia. Cambian las ideologías para consumo de las masas, y se suceden los contrapuestos regímenes; pero perduran las líneas maestras de la diplomacia en una nación. De ahí que la continuidad en la política exterior sea una norma generalmente admitida por la clase gobernante de los países civilizados. La alternativa, el zigzagueo o la ruptura malogran los esfuerzos anteriores, desconectan la gestión y los datos histórico-geográficos, y desestabilizan a la comunidad internacional. Claro que hay excepciones a esta regla general; pero no lo son todas las que lo parecen. Por ejemplo, esas bruscas inflexiones, denominadas «inversión de las alianzas», muchas veces, mas que una mutación de objetivos son el recurso a otros medios.

En la España contemporánea no es fácil enumerar las constantes de la política exterior porque des-de mediados del siglo XIX hasta el comienzo del segundo tercio del siglo XX, la tendencia dominante fue el aislacionismo. La consigna podría resumirse en la que luego formuló Ganivet glosando la sentencia agustiniana: «Noli foras ire, in interiore Hispaniae habitat veritas». En rigor, el ensimismamiento es la mínima expresión de la acción diplomática. Nuestra última alianza había sido la adhesión a la que suscribieron, el 20 de mayo de 1882, Alemania, Austria e Italia. Cánovas del Castillo dudó mucho si renovar nuestra participación por otros diez años en la Triple Alianza cuando expiró su vigencia en 1892. Su criterio de principio era adverso: «Soy enemigo declarado de toda injerencia de España en las aventuras exteriores… la opinión pública está unánime contra toda empresa exterior» Así llegamos a la gran crisis de 1898 desasistidos de toda colaboración extranjera y abandonados a nuestras flacas fuerzas frente a la poderosa república del norte de América. En aquella ocasión no pudo funcionar el Pacto Mediterráneo de 4 de mayo de 1887 porque su ámbito de aplicación estaba geográficamente muy limitado; no se había previsto que aún éramos una potencia ultramarina. Abrumados por la catástrofe, los españoles se encerraron todavía más en sus fronteras. Neutralidad en la l Guerra Mundial, y una ocasional colaboración con Francia para pacificar Marruecos. Aunque parezca inverosímil en una nación que poseyó un gran imperio, la primera alianza permanente que va a suscribir España en el siglo XX es el Pacto Ibérico, en 1939. España careció de una política exterior propiamente dicha durante, por lo menos, los reinados de Isabel II, Alfonso XII y Alfonso XIII. La tuvo, en cambio, durante la era de Franco. ¿Cuáles fueron las constantes de esa política?

La primera fue el pragmatismo. No se era amigo o enemigo de alguien por su ideología afín o diversa, sino por su actitud favorable o desfavorable. El iberismo, el arabismo e incluso el anticomunismo no respondieron a principios dogmáticos, sino a intereses concretos. Un Estado que era antirracista y católico pactó con la Alemania antisemita y agnóstica. Un Estado que no era demoliberal se alió militarmente con el campeón universal de esa ideología. Un Estado confesionalmente cristiano se solidarizó con los países árabes musulmanes. Un Estado que era anticomunista se negó a secundar el bloqueo contra Cuba. Etc. Fue una diplomacia realista, empírica y técnica en una época en que la política exterior era, en gran medida, el misionero apostolado de una ideología política. Y fue una diplomacia resuelta que renunció al espejismo de la neutralidad en un mundo bipolar.

La segunda constante fue la apertura a la comunidad hispánica de naciones, un conjunto de pueblos con los que España ya no tenía ningún contencioso, y a los que podía servir de estímulo, de catalizador y de cabeza de puente en Europa. Y las coincidencias culturales eran la vía por la que una América afirmaba su personalidad latina propia frente a la otra Amé-rica, la anglosajona. Tal hispanidad no era una palabra hueca, y me-nos aún una ideología, era una comunidad de intereses reales.

La tercera constante fue el entendimiento con los países árabes, fundado en el hecho de que España era la única nación europea occidental que no los despreciaba y que, por lo tanto, no les incitaba al resentimiento. España comprendió sus reivindicaciones, y jugó realmente con ellos, conducta a la que no estaban habituados. Además, se encontraba por encima de sus rivalidades internas. Ellos eran la otra orilla del Mediterráneo, oprimida durante centurias. El arabismo de España no era una abstracción lírica, ni una manipulación histórica, ni una ideología cómo el Islam, era una realidad ética y unos intereses compartidos.

La cuarta constante fue la solidaridad con los Estados Unidos. A diferencia de otras potencias euro-peas, España no se jactó de ninguna superioridad nobiliaria, estética o cultural respecto del joven Imperio americano, y reconoció de buen grado que la Europa remanente de la tragedia de Yalta subsistía gracias a la sombrilla atómica con que la protegían los Estados Unidos. Superó la herida del 98. El general vencedor de la II Guerra Mundial nunca se había visto tan generosamente aclamado como en Madrid. El americanismo no era una ficción oportunista, tampoco la coincidente adhesión a una concepción de la sociedad y del mundo; era una realidad moral y unos intereses comunes.

La quinta constante fue un europeísmo, no de episódicas apariencias, sino de raíces. España no entró en los juegos, mas o menos limpios, de unas cancillerías que llevaban siglos oficiando de tahures; pero sí en la gran operación de defender lo que quedaba de libertad en el viejo continente mutilado y amenazado por el Este. Los administradores de las capillas ideológicas transpirenaícas no tenían serviciales cofrades en el Estado español; pero sabían que podían fiarse de él para la defensa de lo esencial, una seguridad bastante problemática en otros países que no se cansaban de ostentar su confraternidad ortodoxa. Este básico europeísmo fue compartido porque respondía a una comunidad de intereses concretos, que se manifestó espectacularmente en el Acuerdo preferencial con el Mer-cado Común, extraordinariamente favorable para España.

Este realismo diplomático pluridimensional suscitó, allende fronteras, recelos en vez de paternalismos, y distancia mas que entusiasmos; pero siempre inspiró respeto. Durante aquellas décadas de claro nacionalismo pragmático, España: que iba ascendiendo hasta convertirse en la novena potencia industrial del planeta, no fue nunca, como tantas veces en el siglo XIX, pieza de cambio entre las grandes potencias, mercado de sus excedentes y deshechos, o empresa quebrada y malbaratada entre implacables postores. Es natural que esto no gustara a otros, que estaban acostumbrados a contemplarnos como una república bananera algo crecida, y que preferían seguir haciéndolo así. Pero es que «gustar» suele resultar demasiado costoso en un mundo donde los Estados no regalan nada y toman cuanto pueden. La convivencia internacional apenas conoce esteticismo y ortodoxias; conoce relaciones de poder y, sobre todo, voluntad de ejercerlo. Y la hubo, no ya frente a Inglaterra en el contencioso gibraltareño, o frente a la Santa Sede en el inveterado derecho de presentación, sino incluso frente a los Estados Unidos que instalaron sus bases bajo pabellón y mando españoles, y que no fueron autorizados a utilizarlas durante la guerra de Israel. Existió una política exterior no de concesiones, sino de exigencias; no de ideologías, sino de realidades; no de partido, sino de Estado; y siempre puesta al servicio de los intereses nacionales.

2. El Alzamiento

El alzamiento cívico-militar de julio de 1936 tuvo un carácter exclusivamente nacional. Las potencias extranjeras no intervinieron lo más mínimo en su preparación y los hechos sorprendieron a las cancillerías porque no se había tratado previamente con ellas. No fue una deficiencia de planificación, sino la consecuencia lógica de un planteamiento. Las fuerzas que se sublevaron no contaban con una guerra civil, ni larga ni corta; esperaban que el proceso de desarrollara incruentamente o con un mínimo de violencia como, por ejemplo, aconteció en Galicia. El modelo que tenían presente los organizadores era el clásico del «pronunciamiento» cuyo preceden-te más próximo era el golpe de Estado del general Primo de Rivera en 1923.

Todas las investigaciones realizadas en los archivos alemanes e italianos, aprehendidos por los aliados o conservados in situ, no han podido demostrar la existencia de una conspiración internacional y, en cambio, han venido a corroborar la tesis del carácter exclusivamente español del alzamiento.

Franco y Mola, que permanecieron prácticamente incomunicados hasta que se estableció una comunicación periférica por Mérida en la primera decena de agosto, iniciaron por separado los contactos con Italia y Alemania para adquirir armamento tan pronto como comprobaron, el 19 de julio, que el alzamiento había fracasado en la mayor parte de España y que habría que luchar muy duramente. Y para estas primeras gestiones no utilizaron a diplomáticos profesionales, sino a personas de la máxima confianza, mas civiles que militares.

Mola envió al Marqués de Valdeiglesias a Berlín y a Antonio Goicoechea a Roma. Por su parte Franco envió al oficial de aviación Francisco Arranz a Berlín y a Luis Bolín a Roma.

Luis Bolín llegó a Roma el 21 de julio con un documento manuscrito en un pliego con membrete del Aeródromo de Tetuán que decía: «Autorizo a D. Luis A. Bolín para gestionar en Inglaterra, Alemania o Italia la compra urgente para el Ejército español no marxista de aviones y material. Tetuán 19 de julio de 1936. El General Jefe, Francisco Franco». Bolín acudió a Alfonso XIII quien, por medio del marqués de Viana, le consiguió una audiencia con el ministro italiano de Asuntos Exteriores, Ciano, quien poseía muy escasa información sobre la situación en España. Este, por conducto de su cónsul en Tánger, estableció otro contacto con Franco. Hubo entretanto nuevas gestiones de Alfonso XIII. Cinco días después, el enviado de Mola, Goicoechea, fue recibido por Ciano quien, finalmente, accedió al envío de doce aviones previo depósito de su precio, que era superior al millón de libras y que pagó don Juan March. El 27 de julio, Ciano dijo a Bolín que 12 aviones saldrían en breve; pero sólo nueve lograron llegar el 29 de julio a la zona española de Marruecos. A partir de este momento, los contactos se normalizaron por vía diplomática oficiosa. El arriesgadísimo paso de una parte del ejército de África por el Estrecho de, Gibraltar el 5 de agosto se efectuó con la protección de 16 aviones de los cuales solo tres procedían del envío italiano. La segunda remesa de 17 aviones de caza se efectuaría el 7 de agosto.

En Alemania, el alzamiento sorprendió tanto como en Italia. El encargado de negocios en Madrid, Volkers, trasmitió un despacho a Berlín el 15 de julio de 1936 dan-do cuenta del asesinato de Calvo Sotelo. El diplomático afirmaba que los rumores de golpe de Estado los lanzaba el Gobierno para justificar sus actuaciones, y manifestaba que «no parece que tu-viera éxito un levantamiento en la capital». El enviado de Franco, Arranz, acompañado de dos ale-manes residentes en Marruecos, llegó a Berlín la tarde del 24 de julio, según algunos, portador de una carta de Franco a Hitler; pero ese supuesto documento no ha aparecido. Lo más probable es que Arranz fuera portador, como Bolín, de una credencial y de una nota de pedido. Contactó con el Jefe de Servicio Exterior del Partido, y la máquina oficial germana se puso en marcha. Por aquellos días, la prensa alemana recogía las noticias de agencia sobre la guerra de España con prudencia y neutralidad. El enviado de Mola, el Marqués de Valdeiglesias, llegó a Berlín mas tarde, el 28 de julio, e inmediatamente se presentó en el Ministerio de Asuntos Exteriores desde donde oficiosamente le en-caminaron a una empresa de comercio de armas donde, previo pago, adquirió diez mil fusiles y diez millones de cartuchos. Fue una operación mercantil y privada, que no dejó huella en los archivos del Reich. Arranz y Valdeiglesias no se conocían e ignoraron sus respectivas gestiones, aunque ambos fueron informados de que también un agente de la República estaba en Berlín para adquirir armamento. La petición fue sometida a Hitler el 25 de julio, que se encontraba asistiendo a los festivales wagnerianos de Bayreuth. Con la oposición inicial de Göring y la convicción de Hitler de que Franco «estaba perdido», el Canciller decidió acceder a suministrar el armamento solicitado sin contar con el Ministerio de Negocios Extranjeros. El primer envío consistió en diez aviones Junker por vía aérea y en un cargamento de dieciséis aviones y baterías antiaéreas a bordo del buque «Usaramo», que la flota republicana trató de interceptar antes de su arribo a Cádiz el 6 de agosto.

No hubo, pues, una política exterior de los conspiradores. Sus protagonistas eran únicamente españoles que aspiraban a triunfar sólo con los medios propios, que no solicitaron apoyo extranjero pre-vio, y que establecieron los primeros contactos para obtener armamento cuando el golpe de Estado se frustró y se convirtió en guerra civil. Análogo fue el comportamiento del Gobierno republicano, que acudió primeramente a Francia y a Alemania para rearmarse y, poco después, a la Unión Soviética. En los primeros días, también el Gobierno republicano tuvo que valerse de improvisados agentes de confianza o de los embajadores extranjeros acreditados en Madrid porque pronto llegó a la conclusión de que la Carrera Diplomática española, salvo raras excepciones, simpatizaba con los sublevados, y el Gobierno la disolvió por decreto de 23 de agosto.

A partir de mediados de agosto de 1936, Franco, de acuerdo con Mola, asumió la responsabilidad de las relaciones exteriores quizás porque su figura era mas conocida allende fronteras y porque sus gestiones habían sido, desde el principio, las mas eficaces. Entre el 25 y el 27 de julio los gobiernos de Alemania y de Italia decidieron apoyar a los nacionales, a pesar de sus escasas probabilidades de éxito en una guerra civil ya abierta. ¿Por qué? La decisión de Hitler, que fue la primera, la adoptó repentinamente y no por razones ideológicas, sino estratégicas, es decir, para tratar de evitar que el Mediterráneo occidental cayera bajo la hegemonía francesa y, eventualmente, soviética. Análoga fue la motivación italiana, acaso estimulada por el previo pronunciamiento de su gran aliado. Los enviados españoles eran unos monárquicos conservadores. Ni Hitler vio en Franco un nacionalsocialista, ni Mussolini un fascista, sino un nacionalista católico e independiente que no caería ni en la órbita de París ni, menos aún, en la de Moscú. Esta es la conclusión que se deduce de la inmensa documentación disponible.

3. La guerra civil

La política exterior de Madrid y Burgos durante la guerra civil se concentró en cuatro objetivos principales: obtener el armamento necesario; reducir la ayuda militar extranjera al enemigo; ganar apoyos diplomáticos; e inspirar con-fianza a las potencias neutrales o simpatizantes con el adversario.

a) Los suministros. Este objetivo era esencial porque ambos bandos dependían de la industria militar extranjera, sobre todo, para la aviación, el armamento pesado y los combustibles. Las tropas no españolas —Cuerpo italiano de voluntarios y Brigadas Internacionales—tuvieron una significación más moral que táctica, y la prueba está en que Franco jamás solicitó el envío de voluntarios italianos, que fue una operación de prestigio de Mussolini, los mantuvo durante largos períodos en reserva, y estuvo siempre muy dispuesto a su repatriación que parcialmente se efectuó el 15 de abril de 1938, un año antes de la terminación de la guerra. A diferencia de lo que aconteció en la zona republicana, los oficiales extranjeros jamás desempeñaron en la zona nacional una función militar de alto nivel y carecieron de toda influencia política; fueron simples ejecutores si bien tomaron algunas iniciativas, como el bombardeo de Barcelona que fueron condenadas por Franco. El Generalísimo siempre se negó rotundamente a aceptar las propuestas germano-italianas de un Estado Mayor conjunto, incluso para operaciones concretas.

A través de terceros países, la Francia socialista inició el suministro de aviones y de otro material bélico a la República desde los primeros días del conflicto, antes que Alemania e Italia, lo cual fue un factor que condicionó la resolución de estos dos países. Los envíos, ya directos desde el 2 de agosto, se hacían cómodamente por la extensa frontera con Cataluña. Y por allí se efectuaron después los masivos envíos soviéticos cuando los nacionales lograron bloquear los puertos mediterráneos. El 12 de agosto ya había aviones rusos al servicio de Madrid. Sólo entre abril y m

Recapiti
Pituca Perez