En el Festival de Almagro de este verano, ya había dejado claro que no sería una puesta en escena más de Fuenteovejuna, y ahora, con su desembarco en el Teatro de la Comedia como apertura de temporada, su fuerza confirma su capacidad para incomodar, remover y replantear lo que entendemos por tradición. La versión de María Folguera y la dirección de Rakel Camacho ofrecen una lectura poderosa y sin concesiones del texto de Lope que, lejos de quedarse en el academicismo, sacude los cimientos de un canon masculino, blindado en la violencia y en la conquista de territorios y cuerpos.
Esta Fuenteovejuna interpela con una energía coral que se siente en las dos horas de duración. A destacar es la fuerza interpretativa de Cristina Marín-Miró, que dota a Laurencia de una valentía y una presencia que trascienden el texto y la convierten en auténtico motor de la obra, con un temblor que no es fragilidad sino pura convulsión escénica, de rabia y dignidad en carne viva. Su arrebato es tan conmovedor como feroz, un estallido que encarna la resistencia colectiva y que me queda grabado en la memoria. La suerte que tenemos como público es que no se trata de un lucimiento individual; el elenco en su conjunto alcanza un grado de compenetración que refleja con nitidez el espíritu del pueblo. Cada gesto, cada voz y cada movimiento parecen entrelazarse en una misma respiración, logrando que la comunidad sobre el escenario se sienta tan real y sólida como la que Lope imaginó hace cuatro siglos.
Mención especial merece también el trabajo de Alberto Velasco, cuyo personaje permanece constante a lo largo de toda la función y que encuentra algunos de los momentos más brillantes: intensidad, humor y una hondura exquisita. A su lado, destacan igualmente las interpretaciones de Chani Martín, Mariano Estudillo, Eduardo Mayo o Jorge Kent, por citar solo algunos, porque lo cierto es que el elenco al completo está a una altura extraordinaria. Y no quisiera dejar de mencionar a Fernando Trujillo, que aporta una delicadeza inesperada con su manera de bailar, un gesto poético que atraviesa la escena y suma matices a la fuerza colectiva.
Esta es también una obra en la que la unión entre las mujeres se revela en los pequeños gestos: miradas cómplices, silencios compartidos, manos que se buscan sin estridencia. Son detalles que construyen una red invisible, pero bastante reconocible, y que espero el público sepa descubrir en toda su riqueza. Frente a ellas, los personajes masculinos trazan un cerco de perspectivas que delimita, oprime y condiciona, subrayando con claridad el conflicto de poder y de género que late en la trama.
El montaje no rehúye la crudeza. Al contrario, la sangre y la presencia constante de las armas se convierten en un recordatorio palpable de la violencia que lo atraviesa. El vestuario, concebido con una inteligencia plástica admirable, parece pensado tanto para herir como para deslumbrar: tejidos que cortan, que protegen, que anuncian estatus y, al mismo tiempo, fragilidad, derrota, alzamiento… La escenografía, por su parte, está tan minuciosamente diseñada que se puede oler. Y sobre ese espacio, respiran una multitud de cuerpos en acción, un conjunto de presencias que llenan el escenario con tal vitalidad que resulta un verdadero placer seguir cada movimiento, cada irrupción, como si el pueblo entero se hubiera trasladado al teatro para contar su historia.
Es la primera vez que una directora se pone al frente de esta obra de Lope de Vega en la CNTC. ¿Y qué? Han preguntado muchos. Bueno, este reencuentro con un clásico del Fénix de los Ingenios no está aquí para ser un mero ejercicio de estilo. Este Fuenteovejuna no baja la voz para suavizar los temitas que nos siguen jodiendo, ni diluye la violencia en metáforas fáciles; se planta sin pedir permiso, ni clemencia, ni perdón y en ello reside su potencia y su atracción. Eso tiene ya que darnos mucho que pensar.
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