África es la espera; algo está por ocurrir o quizás lleva ocurriendo siempre en un presente infinito, el aire detenido, un horizonte ancho. Allí las coordenadas espacio tiempo se borran para construir una dimensión distinta, antigua y poderosa, que se mueve en ondas circulares uniendo el azul del cielo con el amarillo de una tierra inacabable.
La semana pasada tuve la suerte de poder colaborar en Botswana con la Fundación Elena Barraquer y convivir con un equipo de profesionales médicos que sin más recompensa que la de hacer bien su trabajo, devolvieron la vista a 322 personas que vivían en la sombra.
Reinaba el orden y la coordinación milimétrica que se instaló entre todos de manera espontánea. Los pacientes (del latin patiens: padecer o soportar) mantenían una serenidad mineral, la estoica dignidad de los olvidados. Las manos de los cirujanos se movían como si bailaran, con la precisión tranquila de los artesanos y de los sabios.
Yo estaba allí, pero a la vez no estaba, era solo un engranaje más de esa maquinaria perfecta. De fondo, sonaba la banda sonora de mi vida, la música con la que la Doctora Elena Barraquer calentaba el intimidante frío de un quirófano. Veía pasar a la que fui y ya había olvidado acompasada al ritmo de Bruce Springsteen, Eagles, Bob Dylan, Niel Diamond, Nina Simone, Cat Stevens. Los jóvenes del equipo apenas conocían esos acordes del siglo pasado. Corrían las horas como si fueran años, los años se estiraban hasta formar décadas en destellos muy breves. Todo encaja cuando desaparece el tiempo.
Al acabar, pocas palabras, muchas sonrisas para sanar el cansancio, una emoción contenida. El verdadero heroísmo y la generosidad sincera suelen acompañarse de silencio, de un cierto pudor que prescinde de los gestos en exceso efusivos.
Regreso intuyendo que nunca me fui. Algo que no sé nombrar se quedó allí, esperando.
Eva Serrano – Voluntaria de campo