Sin duda, ha sido una de las expediciones más difíciles que hemos tenido que enfrentar. Y no tanto por el esfuerzo físico o las condiciones técnicas, sino por la frustración profunda que supuso no poder hacer aquello para lo que un equipo de nueve voluntarios y una coordinadora nos habíamos desplazado con toda la ilusión del mundo.
Debo reconocer que, a lo largo del año, me toca participar en más expediciones de las que a veces me gustaría. Pero entiendo que para la mayoría de nuestros voluntarios es una experiencia única. Y eso nos mueve. Es lo que impulsa a todo el equipo de la Fundación Elena Barraquer a volcar su energía con un objetivo común: operar al mayor número de personas posible para, como dice nuestra presidenta, devolverles la vida.
Pero esta vez, en Burundi, nada salió como esperábamos.
Todo se torció desde el primer momento. La entrada en el país, a través de inmigración, fue un caos absoluto: casi dos horas de “no colas”, donde había que pelear para conseguir que alguien recogiera tu pasaporte, que luego pasaba de mano en mano hasta llegar, por fin, a quien emitía el visado. Un sistema agotador y completamente ineficaz.
Después, en la aduana, nos hicieron abrir cada una de nuestras maletas, y encontraron (con suerte o con intención) un colirio caducado del mes anterior. Algo que, aunque lamentable, puede ocurrir cuando se prepara una expedición con tanta antelación. Un error humano. Pero fue suficiente para retener el material durante tres días, bajo la premisa de que estábamos importando grandes cantidades de medicamentos. Quedaba claro que alguien quería sacar tajada.
Ahí empezó nuestra verdadera prueba: gestionar la frustración.
Nuestros socios locales no supieron o no pudieron darnos una solución. Y para colmo, el lunes era festivo, lo que imposibilitaba cualquier gestión adicional.
Fueron días de idas y venidas al aeropuerto, de enseñar billetes a funcionarios, de “negociar” con policías conocidos por el personal del hotel, hasta que finalmente recuperamos el equipaje y llegamos a nuestro destino final. Allí, nadie nos esperaba. El quirófano estaba sucio, sin aire acondicionado, y sin las condiciones mínimas para operar. Con bayeta en mano, todo el equipo se puso a limpiar para dejarlo, al menos, en estado aceptable.
Al día siguiente, por fin, llegaron los pacientes. Verlos nos devolvió la motivación: nuestra razón de estar allí. Nos pusimos manos a la obra con toda la energía. Pero la alegría duró poco: solo llegaron 53 pacientes. Fueron los únicos.
Aun así, me quedo con lo mejor: el equipo de voluntarios. En esta ocasión, fueron verdaderamente extraordinarios. Nadie tiró la toalla. Todos mantuvieron su compromiso: incluso si solo podíamos operar a una persona, lo haríamos. Lo importante era irnos con la sensación del deber cumplido.
Nos da mucha pena. Y como expresé a mi regreso al equipo de la Fundación Kiriku, nuestro socio local en el país:
«Los proyectos de cooperación no pueden sostenerse solo en la buena voluntad.
Deben construirse sobre la base de la profesionalidad, la ética y una planificación rigurosa.»
Está claro que nuestra dimensión y nivel de profesionalidad sobrepasaron a nuestros socios locales. No lo digo como crítica, sino como una constatación real: la buena intención no basta para llevar adelante una misión de esta magnitud. Se necesita estructura, experiencia y responsabilidad.
Y creo que ahí reside una de las grandes fortalezas de la Fundación Elena Barraquer: no solo contamos con un equipo técnico altamente profesional en Barcelona, sino también con una red de voluntarios comprometidos, generosos y capaces, que entienden que la excelencia no es una opción, sino una obligación ética.
Porque lo que hacemos no es solo devolver la vista.
Es devolver la vida.
Teté Ferreiro
Directora Ejecutiva