Tema
Los 100 primeros días de Donald Trump en la Casa Blanca han estado marcados por un errático desarrollo de la dominancia energética y el desmantelamiento de la política climática.
Resumen
Los 100 primeros días de Trump en la Casa Blanca se han caracterizado por una clara agenda de apoyo a los combustibles fósiles y desmantelamiento de la política climática. La inconsistencia e imprevisibilidad de muchas de sus políticas se ha extendido al sector de la energía que ha pasado del optimismo de la dominancia energética a la preocupación por el impacto de los aranceles, el efecto negativo de unos precios del petróleo demasiado bajos y la abrupta interrupción de muchos subsidios al sector de las energías renovables. La política climática ha estado marcada por un rechazo frontal, de carácter ideológico, a las iniciativas impulsadas por la Administración de Joe Biden, con fuertes recortes presupuestarios en los ámbitos vinculados a la ciencia, la gestión medioambiental y las políticas climáticas; además de la salida de Estados Unidos (EEUU) del Acuerdo de París.
Análisis[1]
En el sector energético, la Administración Trump ha seguido apostando por el dominio energético fósil de EEUU, desregulando y autorizando nuevos proyectos, pero se ha topado con unos precios de la energía deprimidos por la amenaza de sus propios aranceles sobre la economía global. Trump ha vuelto a apostar por las sanciones sobre el comercio de hidrocarburos como herramienta geoeconómica de política exterior, incrementando la presión sobre Venezuela e Irán, mientras que la gran incógnita geopolítica continúa siendo el futuro de las relaciones entre Washington y Moscú, así como el devenir de la guerra en Ucrania y el futuro del régimen de sanciones asociado al conflicto. Trump ha recortado gran parte de las medidas de apoyo al sector renovable de su predecesor, aduciendo la necesidad de reducir el gasto público y ha impuesto importantes trabas regulatorias al desarrollo de nuevos proyectos eólicos. El impacto de los aranceles en el sector renovable todavía es incierto, pero se prevé un importante deterioro de las condiciones comerciales y las cadenas de suministro que, junto a la creciente inseguridad regulatoria, reduce las expectativas de crecimiento en los próximos años.
En sus primeros 100 días, la política climática de la Administración Trump no ha deparado sorpresas y ha estado caracterizada por un rechazo frontal, de carácter ideológico, a las iniciativas impulsadas por el gobierno de Biden. Trump ha apostado por una agenda de desregulación, reconfiguración institucional y repliegue internacional en materia climática, que incluye el abandono, por segunda vez, del Acuerdo de París y de los acuerdos adoptados bajo la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (UNFCCC). El recorte presupuestario ha sido especialmente severo en los ámbitos vinculados a la ciencia, la gestión medioambiental y las políticas climáticas, consolidando una estrategia orientada a desmantelar los avances regulatorios de las últimas décadas y ligada al preocupante proceso de erosión institucional de EEUU.
1. Del dominio al caos energético
Trump volvió a la Casa Blanca prometiendo dar rienda suelta a la dominancia energética estadounidense[2] y lograr dos objetivos que se han mostrado incompatibles: incrementar la producción doméstica de hidrocarburos y reducir sustancialmente los precios energéticos. Para lograr su primer objetivo, la Administración Trump ha ejecutado la mayoría de las políticas esperadas. Ha reducido los criterios medioambientales, especialmente los asociados a las emisiones de metano, ha autorizado nuevas actividades en terrenos federales y ha suspendido la moratoria sobre nuevos proyectos para exportar gas natural licuado (GNL).
En el ámbito internacional y en el contexto de la amenaza arancelaria, Trump ha ejercido presión sobre sus aliados para que aumenten las compras de hidrocarburos a EEUU. Aunque resulta complicado evaluar el efecto de esta inusual diplomacia energética, algunas compañías japonesas, coreanas y taiwanesas han manifestado interés en invertir en proyectos de alto riesgo, como Alaska LNG, y en aumentar las importaciones de petróleo, gas y carbón. Siguiendo la lógica mercantilista de Trump, la Unión Europea (UE) también ha planteado la posibilidad de aumentar sus compras de hidrocarburos, especialmente GNL, con el objetivo de reducir el superávit comercial. El recorrido de esta propuesta es limitado, al menos, en el marco de las negociaciones comerciales. El petróleo y el gas sólo pueden contribuir parcialmente a reducir el déficit: en 2024 las importaciones europeas de energía desde EEUU ascendieron a 65.000 millones de euros, mientras que el déficit supera los 320.000 millones. Además, ni la Comisión Europea ni los Estados miembros tienen competencia legal para firmar contratos de suministro. Estos dependen de empresas privadas cuyo apetito por comprar o invertir determina, en última instancia, la rentabilidad esperada.
Esta ambición de la Administración Trump por incrementar las exportaciones de hidrocarburos ha sido opacada por su caótica política arancelaria, que ha terminado por exportar, en su lugar, incertidumbre económica al resto del mundo. Los temores a una recesión han situado los precios del petróleo en mínimos en cinco años, situándose en el entorno de los 55-65 dólares por barril en el índice de referencia West Texas Intermediate (WTI), 10 menos que cuando ganó las elecciones de noviembre o 15, si tomamos como punto de referencia su toma de posesión el 20 de enero (Figura 1). A esto se suma la decisión de la Organización de Países Exportadores de Petróleo plus (OPEP+) de incrementar su producción de petróleo en los próximos meses, una petición reiterada por parte de la Administración Trump a Arabia Saudí, que añade presión bajista a los mercados.
Según las diferentes estimaciones, los productores estadounidenses necesitan en promedio de entre 45 y 65 dólares por barril para obtener rentabilidad de un nuevo pozo, por lo que este escenario de precios supondría ya no sólo una barrera para el crecimiento del sector del shale, sino un posible destructor de producción petrolera y gasista a medio plazo. Además, se prevé un aumento de los costes de producción en EEUU, aún difícil de cuantificar, como resultado de los nuevos aranceles sobre el acero, al aluminio y diversos componentes esenciales para una industria habituada a operar dentro de cadenas de valor globales.
El descenso de los precios del petróleo también afecta indirectamente a la industria del GNL estadounidense, segunda pata de la dominancia energética, al hacerla menos competitiva en el mercado internacional. El GNL exportado por EEUU se indexa al precio del gas establecido en el índice Henery Hub, mientras que la mayoría de los exportadores del golfo Pérsico y el norte de África mantienen fórmulas de indexación asociadas al petróleo crudo. Además, la respuesta china a los aranceles de Trump ha incluido el GNL y el petróleo estadounidense, que queda virtualmente excluido de uno de los principales mercados del mundo.
Finalmente, la amenaza de aranceles sobre Canadá, país con el que la Administración Trump ha mantenido una postura especialmente beligerante, ha supuesto un terremoto para el sector energético en Norteamérica. En 2023, el comercio bilateral de petróleo, gas y electricidad alcanzó los 199.000 millones de dólares, consolidándose como la relación energética más importante del mundo. Más del 90% de las exportaciones canadienses de petróleo se destinan a refinerías estadounidenses en el Medio Oeste y la región del golfo de México, que se benefician del crudo extra-pesado producido en Alberta. Este tipo de petróleo complementa al crudo ultraligero producido por el shale estadounidense, poco adecuado para estas refinerías y que es exportado a los mercados internacionales. Esta complementariedad explica que Canadá representara en 2024 más del 60% de las importaciones de petróleo de EEUU y que haya desplazado progresivamente a otros proveedores tradicionales de Oriente Medio o América Latina. Aunque los exportadores canadienses podrían quedar exentos de los aranceles si solicitan (y obtienen) un trato preferencial bajo el Tratado de libre comercio entre México, EEUU y Canadá (T-MEC), las amenazas de la Administración Trump ya han provocado un debate en el vecino del norte sobre la necesidad de construir nuevas infraestructuras que permitan diversificar sus exportaciones. En su discurso tras la victoria electoral, el nuevo primer ministro de Canadá, Carney, prometió apostar por el build, baby, build para impulsar la construcción de nuevos corredores energéticos, principalmente oleoductos, gasoductos y terminales de exportación, en una aparente alusión al eslogan drill, baby, drill popularizado por Trump en campaña.
2. Sanciones y máxima presión para Irán y Venezuela
Pocas semanas después de su llegada a la Casa Blanca, la Administración Trump anunció el regreso de la estrategia de “máxima presión” sobre Irán y su sector petrolero, con el objetivo de “reducir a cero sus exportaciones”. Desde la retirada unilateral de EEUU del Joint Comprehensive Plan of Action (JCPOA) en 2018, Irán ha estado sometido a un estricto régimen de sanciones que le obliga a vender su petróleo en el mercado negro, a precios descontados y mediante intermediarios, principalmente a China, que realiza los pagos en yuanes. Aunque la Administración Biden no levantó estas sanciones, sí permitió una relajación en su aplicación que alivió la economía iraní, moderó los precios internacionales del petróleo y buscó contener la respuesta de Teherán a la crisis de Gaza.
El retorno a la “máxima presión” por parte de Trump ha consistido en identificar petroleros de la flota fantasma implicados en el comercio de crudo iraní, así como a compradores en China, para sancionarlos y excluirlos del sistema financiero internacional. Estas medidas, especialmente audaces al incluir a refinerías chinas de tamaño medio y una extensa lista de buques, contrastan con la voluntad expresada por la Casa Blanca de reanudar negociaciones directas sobre el programa nuclear iraní. El resultado de estas negociaciones, que parecen contar con el interés de un Irán debilitado y el beneplácito de las monarquías del Golfo, pero no así con el de Israel, estará estrechamente ligado a la continuidad de estas sanciones.
La política hacia Venezuela también ha estado marcada por la impredecibilidad. Inicialmente parecía que se impondría el pragmatismo en las relaciones entre Caracas y Washington después de que Venezuela reanudara los vuelos de repatriación y por la creciente importancia de Chevron, una influyente petrolera estadounidense, en el país caribeño. Sin embargo, el 24 de marzo, Donald Trump anunció la reimposición del régimen de sanciones sobre Venezuela mediante la suspensión de las licencias otorgadas a multinacionales del sector petrolero para operar en el país, así como la amenaza de un “arancel secundario” dirigido a los compradores de crudo venezolano. Este potencial arancel del 25%, que se aplicaría de forma generalizada a todas las exportaciones del país comprador hacia el mercado estadounidense, buscaría evitar que se redirigiese el petróleo sancionado hacia China a través del mercado negro, como ocurrió durante el primer mandato de Trump. Según lo establecido en la orden ejecutiva, el arancel también se extendería a compras indirectas realizadas a través de terceros, lo que ampliaría el alcance de la medida y convertiría al petróleo venezolano en un activo extremadamente tóxico. Además del mercado estadounidense, esta medida aleja por ahora el crudo venezolano de destinos como España, Italia y la India, países que mantienen habitualmente un alto grado de cumplimiento con las sanciones impuestas por EEUU. Sin embargo, no parece que vaya a reducir significativamente las ventas a China. Las refinerías del país asiático están acostumbradas a operar con barriles sancionados, y en el actual contexto de guerra comercial en el que EEUU impone un arancel del 145% a la mayoría de las importaciones chinas, un aumento adicional del 25% tiene un efecto marginal limitado.
3. Negociaciones en falso con Rusia y Acuerdo Mineral con Ucrania
En sus primeros 100 días, la presidencia de Trump no ha logrado poner fin a la guerra en Ucrania ni alcanzar un acuerdo con Rusia. Pese al viraje de su Administración hacia posiciones más cercanas al Kremlin, las negociaciones siguen sin avances tangibles y continúan bloqueadas por las exigencias maximalistas de Moscú. En este contexto, el entorno de Trump ha sugerido la posibilidad de flexibilizar parcialmente las sanciones impuestas al sector energético ruso, en particular aquellas que obstaculizan la finalización de proyectos en curso o restringen el acceso de Rusia a tecnologías clave. Esta relajación, presentada como un incentivo para promover la desescalada, ha generado preocupación entre las capitales europeas, que prefieren mantener la senda de desacoplamiento energético y temen una fractura en la coordinación transatlántica en materia de sanciones.[3]
Tras meses de negociaciones, la Administración Trump ha cerrado un Acuerdo Mineral con Ucrania que es fiel reflejo del enfoque transaccional que domina su política exterior. Sin embargo, el acuerdo final respeta la soberanía ucraniana sobre sus recursos y no vincula su explotación al reembolso de los gastos asumidos por EEUU durante la guerra, ofreciendo sólo un incierto acceso preferente a los inversores estadounidenses. Más allá de la incertidumbre sobre la verdadera riqueza del subsuelo en Ucrania, el país no cuenta con las condiciones básicas para la atracción de inversiones en el sector minero (estabilidad política, infraestructura y control territorial), lo que plantea serias dudas sobre la viabilidad económica del acuerdo, cuyo valor parece radicar más en su carga simbólica y política que en su dimensión económica.
4. Rechazo renovable y a la Inflation Reduction Act
Una de las primeras medidas de la Administración Trump fue la suspensión de gran parte de desembolsos de los programas federales de apoyo a las energías renovables, hidrógeno y vehículos eléctricos, en particular aquellos establecidos en virtud de la IRA y la Ley de Inversión en Infraestructura. A esto se sumó, en su primer día de mandato, la firma de una orden ejecutiva que suspendió todos los nuevos arrendamientos y permisos para proyectos de energía eólica (tanto en tierra como en mar) en terrenos y aguas federales. Esta medida estará vigente hasta que se complete una revisión exhaustiva de su impacto ambiental, revisión que, cabe destacar, no se aplicará a los proyectos de producción de hidrocarburos. Dado que las aguas federales comienzan a apenas tres millas (menos de cinco kilómetros) de la costa, la orden supone, en la práctica, una moratoria sobre nuevos proyectos de eólica marina en EEUU. Aunque en un principio se pensó que los proyectos ya aprobados no se verían afectados, el 17 de abril el Departamento de Energía ordenó la paralización de Empire Wind 1, un parque eólico frente a las costas de Nueva York que ya contaba con autorización y financiación. Esta intervención directa sobre un proyecto en marcha ha generado una fuerte preocupación en el sector ante el riesgo de una paralización generalizada de la eólica marina. Prueba de ellos es que la consultora Wood Mackenzie ha revisado a la baja sus previsiones: ahora estima que se instalarán 45,1 GW de nueva capacidad eólica, tanto terrestre como marina, entre 2025 y 2029, frente a los 75,8 GW inicialmente proyectados bajo la Administración anterior.
En el caso de la energía solar, se prevé un impacto significativo derivado de los nuevos aranceles, especialmente sobre las importaciones procedentes del sudeste asiático, origen de la mayoría de los módulos solares instalados en EEUU. Después de una investigación antidumping de más de un año que se inició con la Administración Biden, EEUU impuso en abril de 2025 nuevos aranceles a las importaciones solares procedentes de Camboya, Vietnam, Malasia y Tailandia (