La paradoja de gastar más y satisfacer menos

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El reciente anuncio del techo de gasto aprobado por el Gobierno de Navarra para 2026 invita a una reflexión serena, pero también crítica, sobre la senda de las cuentas públicas. Los 6.315,1 millones de euros previstos de gasto no financiero suponen una cuarta parte del PIB navarro, implican un incremento del 5,7% respecto al presupuesto de 2025 y nada menos que un 80,1% más que hace una década. En estos diez años, la población ha crecido un 9% y la inflación, un 25%, datos que no justifican el incremento del gasto que han tenido los diferentes presupuestos. A falta de que se conozca el detalle de las cuentas públicas del año que viene, en el presupuesto de este año los gastos de personal alcanzaban más del 30% del total, con un aumento de más del 65% en diez años. La partida de inversiones, un aspecto crucial para el desarrollo regional, apenas suponía un 4% del total y la I+D+i se quedó en el 1%.

Una evolución, la del crecimiento del conjunto del gasto que, en frío, podría interpretarse como una señal de fortaleza: el sector público dispone de más recursos que nunca para afrontar las demandas sociales y económicas de la ciudadanía. Sin embargo, tras esa apariencia alentadora se esconden interrogantes esenciales: ¿se están gestionando de la mejor manera posible? ¿Están esos mayores recursos traduciéndose en mejores servicios públicos? ¿Existe una correlación real entre el volumen de gasto y la calidad de lo que se ofrece al ciudadano?

La otra cara de la moneda del gasto es, naturalmente, la recaudación fiscal. Y lo cierto es que en Navarra los ingresos tributarios han mostrado un comportamiento positivo en los últimos años. Salvo el paréntesis de 2020, marcado por el shock de la pandemia, la Hacienda foral ha ingresado por impuestos directos e indirectos bastante más de lo que ella misma había previsto en sus correspondientes presupuestos. Entre 2019 y 2024, el sobrecumplimiento respecto a lo presupuestado ha superado los 1.740 millones de euros. Una cifra que impresiona y que conviene no olvidar de dónde procede: de los bolsillos de los contribuyentes, particulares y empresas que sostienen con su esfuerzo el armazón del Estado de bienestar. Si esta mayor recaudación se hubiera empleado en reducir la deuda o en inversiones productivas, otro gallo cantaría, pero por desgracia no ha sido así.

El debate no debería centrarse únicamente en cuánto se recauda o cuánto y en qué se gasta, sino también en cuáles son los resultados tangibles que la sociedad obtiene a cambio. En este sentido, la encuesta anual sobre percepción y confianza ciudadana en instituciones y servicios públicos, impulsada por el propio Gobierno de Navarra, resulta particularmente reveladora. Según los últimos datos disponibles, correspondientes a 2024, solo el 61% de los navarros expresaba una opinión positiva sobre la Administración. Se trata de un porcentaje claramente decreciente, veníamos de un 71%, acompañado de un 18% de valoraciones negativas y un 21% de juicios neutros.

Las cifras son todavía más preocupantes si se analizan los adjetivos que los ciudadanos asocian con la Administración foral: un 52,9% la considera lenta en la prestación de servicios, un 26,4% la ve compleja y onerosa, y un 26% cree que no está cerca de la gente. Es decir, pese al incremento de recursos, persiste una percepción de lejanía, burocracia y escasa agilidad.

La paradoja es evidente: nunca se ha recaudado y gastado tanto y, sin embargo, la satisfacción ciudadana con los servicios públicos muestra signos de retroceso. Esto debería encender las alarmas. Porque si el objetivo último de los presupuestos no es mejorar la vida de los ciudadanos, ¿para qué sirve entonces ese crecimiento continuo del gasto? Desde Institución Futuro hemos subrayado en más de una ocasión que evaluar las políticas públicas no es un capricho tecnocrático, sino una necesidad democrática. Aplaudir la existencia de encuestas que permitan conocer la opinión ciudadana es un primer paso, pero no basta con medir: hay que actuar en consecuencia. Un gobierno que se limita a incrementar partidas presupuestarias sin garantizar que ello se traduzca en un mejor servicio está incurriendo en un error de enfoque. La cantidad de dinero no puede ser la vara de medir exclusiva; lo relevante es la eficiencia, la calidad y el impacto real sobre los destinatarios.

Además, esta discusión no debería reducirse al corto plazo. Un aumento del gasto público financiado por una recaudación en auge puede resultar sostenible en un contexto económico favorable. Pero ¿qué ocurrirá si los ingresos se frenan por una desaceleración económica, cambios normativos o pérdida de competitividad? El verdadero reto consiste en construir unas finanzas públicas sostenibles capaces de soportar los vaivenes del ciclo sin comprometer la prestación de servicios esenciales ni sobrecargar fiscalmente a los contribuyentes. La sociedad navarra merece un debate profundo y honesto sobre el equilibrio entre gasto, ingresos y calidad de los servicios. No se trata de demonizar el crecimiento presupuestario ni de cuestionar la necesidad de un Estado presente en ámbitos clave como la sanidad, la educación o la atención social. Se trata de exigir que cada euro recaudado y gastado tenga un retorno claro en términos de eficacia y satisfacción ciudadana. En un contexto en el que los recursos son finitos y las demandas sociales parecen infinitas, la buena gestión se convierte en la mejor aliada de la justicia social. En definitiva, el presupuesto de Navarra es un ejercicio de contabilidad que ha de ir, necesariamente, conectado a las necesidades reales de quienes lo financian.

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ana-yerro