Se acaba el día y estoy a punto de sucumbir a mi propósito de escribir todos los días de Adviento.
No puedo flaquear.
No hoy.
Precisamente hoy.
Hoy que es tu santo.
Hoy que santifico el hogar que eres para mí.
No lo recordabas, pero hoy hace quince años que me besaste por primera vez. O yo. Yo qué sé. He empezado a pensar que lo importante termina por ser el ejército de primeras veces que se suceden a lo largo de la vida. Como la primera vez de cada día.
Pero fue un día como hoy.
Un día de tu santo.
Y, aunque apenas habíamos coincidido horas, los pocos días que habíamos hablado casi minuto a minuto me dijeron que podía ser.
Que la tristeza, esta vez, podía esperar.
Fuiste hogar desde el primer abrazo. Desde esa tarde en la que abriste la puerta de tu habitación y me acurrucaste en un jersey azul marino de cuello redondo, todo muy correcto, todo muy legal.
Y desde hoy hasta ahora han pasado mil quinientos quince millones de abrazos y la inmutable sensación de que a tu lado, recostada sobre tu pecho –ese que se empeña en girarse justo cuando empiezo a quedarme dormida–, cualquier sueño quiere acunarme en ese infinito en el que conjura miedos para procurar hacerse realidad.
La pregunta del día
¿Qué es hogar para ti?
¿Dónde o con quién te sientes en casa?
¿Qué necesitas para sentirte en casa contigo misma?
